Violencia doméstica

Fue hace más de diez años. El presidente de SODICAM, Sociedad Estatal de Desarrollo Regional de Castilla-La Mancha, llegó a mi despacho desconsolado. «Verás lo que me ha ocurrido», me comentó, «he ido a ver a Bono para explicarle las empresas y puestos de trabajo que habíamos ayudado a crear. Le notaba distraído. Al final me espetó: ''Déjate de milongas, Pepe, unos cuantos besos a las viejucas dan más votos que todo eso que me estás contando''».

Bono ha cambiado a las viejucas por las mujeres maltratadas. Tema políticamente correcto y que debe de producir bastante rentabilidad electoral. Tema con el que cuesta poco pasar por progresista. Y no es que no sea importante, no. Todo lo contrario. Es de suma gravedad, las estadísticas cantan. Pero la violencia doméstica, concepto por cierto bastante más amplio que el de mujeres maltratadas, es, un problema social y no hay postura tan retrógrada como reducirlo a un problema penal.

La violencia doméstica es eso: violencia. Violencia engendrada por una sociedad darwinista que ha introyectado como regla de conducta la ley del más fuerte. Violencia que se desencadena, en primer lugar, con los más próximos, con la familia. La familia española ha soportado toda la miseria y las lacras de esta sociedad: el paro, los bajos salarios, las crisis económicas, las frustraciones individuales, el cuidado de los ancianos, el alcoholismo, la droga. Y, en ausencia de una protección social adecuada, ha tenido que asumir el papel de vertebrador social; pero, precisamente también por ello, se ha convertido en rompeolas de todas las contradicciones, a medio camino entre esquemas vetustos y el orden nuevo.

La violencia doméstica es un penoso problema social que hay que solucionar incidiendo en sus verdaderas y profundas causas. Se manifiesta, eso sí, en una pluralidad de delitos de gravedad muy desigual, a los que no es lógico aplicarles el mismo rasero y que, por otra parte, no difieren de los que se cometen en cualquier otro ámbito. La gravedad de la culpa individual no depende de la frecuencia social de los delitos. Se entienden mal, por tanto, todas esas circulares a jueces o fiscales exigiéndoles mayor dureza: la dureza no debe ser otra, en este como en otros casos, que la que marque el Código Penal. Peor se entiende aún que determinados políticos pretendan ganar votos induciendo al linchamiento.