Isabel
y el 129 presidente de la nación catalana
Entre
las muchas cosas que la crisis se está llevando por delante se encuentran las
series de calidad bastante aceptable que venía produciendo TVE. Esa idea
gloriosa de Zapatero de entregar todo el bocado publicitario a las televisiones
privadas, junto con los recurrentes recortes presupuestarios, ha dejado a la
televisión pública en la bancarrota. La serie Isabel que en estos días se emite
es uno de los restos del naufragio, proveniente de una etapa anterior de mayor
abundancia. Reconozco que me gustan las series históricas; aunque, lógicamente,
están noveladas, constituyen una buena ocasión para profundizar en las
realidades pasadas y sacar consecuencias para las presentes y las futuras.
La serie
aludida tiene la ventaja de tratar la parte menos conocida de la vida de
Fernando de Aragón e Isabel de Castilla, aquella a la que apenas prestó
atención esa historia de la España una, grande y libre, que soñaba José Antonio
y que, según Artur Mas, se enseñaba en el franquismo,
pero que puede servir muy bien para desmitificar y dejar al descubierto las
quimeras de esa otra historia que podíamos llamar de “Alicia en el país de las
maravillas”, con la que adoctrinan en la actualidad los nacionalistas y que
hace proclamar solemnemente a Mas en Bruselas que es el presidente 129 de una
nación europea con más de mil años de historia.
Cuando
leí semejante aseveración pensé que era una broma o una ocurrencia del
periodista, pero he aquí que no, porque cuando se entra en la página web de la
Generalitat uno descubre con asombro que se intenta con toda seriedad trazar
una línea de continuidad entre lo que fue una simple comisión de las cortes
catalanas -cuya exclusiva finalidad era recaudar un tributo para el rey de
Aragón- y la actual Generalitat, sistema institucional mediante el que se
organiza políticamente la autonomía concedida por la actual Constitución a la
Comunidad de Cataluña. Excepto el nombre, no parece que exista semejanza alguna,
y mucho menos que en uno y en otro caso se pueda hablar de presidentes de una
nación. Ni a Berenguer de Cruïlles, obispo de Gerona
y al que citan como primer presidente de la Generalitat, ni a su sucesor al
frente de la Generalitat, Romeu Sescomes,
obispo de Lérida, se les habría pasado nunca por la imaginación declararse
presidentes de una nación, concepto bastante extraño, por otra parte, en
aquellas fechas. Tampoco don Arturo, sea o no sea Cataluña una nación (no
cometeré el error de entrar en esa disputa), puede proclamarse presidente de
ella. Solo es el presidente de un gobierno autonómico y, además, lo es
únicamente en función de esa Constitución de la que ahora reniega.
Fue en
las Cortes de Monzón cuando se creó una comisión temporal (Diputación del
general) para recaudar el tributo que se debía pagar al rey de Aragón. Este
impuesto se conoció vulgarmente con el nombre de generalitat.
De ahí que los distritos fiscales en Francia tomasen también el nombre de generalités. Con el tiempo, el nombre oficial de Diputación
General dejó paso al nombre oficioso de Generalitat. Quizá provenga de aquí el
interés de Artur Mas por recaudar tributos, aunque en
este caso no para la monarquía sino para la aristocracia.
Pero
retornemos a la serie. Fijémonos en Juan II de Aragón, el de las cataratas y
padre de Fernando, cuyo reinado transcurrió en continuos enfrentamientos con
Cataluña; aunque sería mejor decir con la nobleza catalana, porque junto al rey
y a su segunda mujer, Juana Enríquez, se situaron gran parte de los catalanes,
la Busca (partido de menestrales y mercaderes) y los payeses de la remensa sometidos por la nobleza a condiciones cuasi de
esclavitud y malos usos, los cuales habían ya desaparecido o nunca habían
existido en el resto de los territorios de la península ibérica.
Considerar
esta contienda como una guerra de independencia o la sublevación de Cataluña
frente a un rey castellano (Juan II era hijo de Fernando de Antequera, primer Trastamara designado como rey de Aragón en el compromiso de
Caspe) es mera fantasía o ganas de trastocar la historia. Malamente puede ser
esta la interpretación cuando la nobleza catalana erige como estandarte los
derechos del primer hijo de Juan II, Carlos, príncipe de Viana, al que
pretenden nombrar rey, lo que impidió su muerte temprana, aunque lo que esta no
impidió fue que se le tuviese por santo en Barcelona y que, según narran las
crónicas, realizase numerosos milagros.
La
independencia y la constitución de una señoría al estilo de las ciudades
italianas nunca estuvo entre los objetivos de la nobleza catalana, sino tan
solo el de cambiar a un rey que les resultaba molesto puesto que atentaba
contra sus privilegios y contra unas condiciones sociales y económicas que,
aunque injustas, les favorecían y que el monarca pretendía modificar. La prueba
más palpable es que, al igual que los personajes de Pirandello buscaban autor,
los nobles catalanes emprenden una búsqueda frenética de un rey para Aragón y
Cataluña que sustituya a Juan II. El primer candidato es precisamente Enrique
IV de Castilla, hermanastro de Isabel, y al que el embajador barcelonés, el
arcediano de Gerona, ofrece en nombre de la Diputación reinar en Aragón con las
siguientes palabras: “Porque de derecho humano y divino el reino pertenece a la
corona de Castilla”. No parece que la Generalitat catalana tuviese demasiado
inconveniente en unirse a los castellanos.
La
negativa de Enrique el impotente les lleva a buscar un segundo candidato, en
este caso el condestable Pedro de Portugal, descendiente del Conde de Urgel, excluido en Caspe, que tampoco les dura mucho ya que
fallecía dos años después y obligaba a los diputados catalanes a inventar un
nuevo rey en la persona de Renato de Anjou,
descendiente también de Pedro IV. Al final, las tropas de Juan II sitian Barcelona
y fuerzan la rendición de la ciudad; y la guerra terminaba por la capitulación
de Pedralbes con un amplio perdón del rey para todo
lo pasado, lo que no impidió que, tras diez años de guerra civil, el principado
y la muy rica ciudad de Barcelona se hubieran desangrado, perdiendo así la
opulencia de otras épocas, y que los cronistas relatasen la tozudez y la
soberbia de una oligarquía que pretendió torcer a su antojo la historia del
reino aragonés, precipitando a Cataluña a la miseria.
Alonso
de Palencia (cronista que aparece también como personaje en la serie) escribe
que los barceloneses (entiéndase la oligarquía), viendo al rey Juan rodeado de
grandes dificultades, “alardearon de aquella arrogancia que les hacía creerse
dotados de mejor juicio que los más prudentes varones del mundo… proclamando
que, si Dios necesitase consejo, solo en Barcelona podía hallarlo”. Pero quizás
más significativo es el saludo que un poeta catalán dedica al príncipe
Fernando, cuando desde Castilla llega a Pedralbes
para ayudar a su padre, llamándole rey que va a ser de toda Castilla y que se
espera que sea monarca del mundo, y la exhortación que hace a Barcelona para
que vuelva en sí ya que nada consiguió entregándose a amores adúlteros en
Castilla, Portugal o Francia, y para que “retorne a su amor legítimo y si no se
contenta del rey viejo, mire al joven”.
¿No
habrá hoy en Cataluña algún poeta que dedique un ruego parecido a Artur Mas
cuando se desparrama por Rusia y por Europa buscando quien quiera acogerle?