De
nuevo, los obispos
Que la moneda mala
expulsa a la buena es lo que se conoce en economía como ley de Gresham. Desde hace tiempo, he creído que en política puede
enunciarse una ley similar que parece cumplirse indefectiblemente: los
políticos malos expulsan a los buenos. Ahora pienso que tal ley se cumple
también en otro sentido: las confrontaciones espurias expulsan a las genuinas
del debate político. El enfrentamiento entre las distintas alternativas
sociales está siendo desplazado por la lucha entre territorios, y en un país
que, desde hace bastantes años, presenta fallos muy serios en su sistema
educativo, la controversia se centra en temas que deberían estar ya
perfectamente resueltos, como la clase de religión o los centros concertados.
La nueva Ley Orgánica
de Educación tiene, como tenía la antigua, muchos puntos discutibles, pero la
oposición, lejos de abordarlos, se centra en los colegios concertados y en la
clase de religión. Ciertamente, estos temas son controvertibles, aunque por
todo lo contrario de lo que plantean tanto el episcopado como ese
fundamentalismo católico que se ha adueñado del PP.
Basta echar una
ojeada a la Historia
para comprobar que la Iglesia
española ha adoptado un comportamiento poco lucido. Si nuestro país se ha
situado a la cola del progreso y del desarrollo político, en buena medida se ha
debido al papel predominante de la
Iglesia , que ha actuado como factor
retardatario aliándose con los elementos más reaccionarios de cada época, con
una resistencia permanente a perder cuotas de poder y a su separación del
Estado. La Iglesia
estuvo en el origen de las múltiples guerras civiles que fracturaron el país en
los dos últimos siglos.
El fundamentalismo
católico reaccionó ferozmente en contra de la
Constitución de Cádiz, primer intento serio de liberar a
España del oscurantismo. Al grito de “vivan las caenas”,
apoyó y promovió los periodos más negros del absolutismo fernandino. Estuvo detrás de las guerras carlistas
defendiendo la causa del hermano de Fernando VI, al considerarlo adalid de la
reacción. La Iglesia
luchó a brazo partido contra el liberalismo. En defensa de los
privilegios que hasta entonces había mantenido, reaccionó con toda dureza
contra la II República , y no fue ajena al levantamiento
del ejército en 1936, al que calificó de cruzada. Hermanada con la dictadura,
implantó el nacional catolicismo. En los últimos años del franquismo, los
avances del Concilio Vaticano II y la postura de algunos obispos hicieron
vislumbrar una iglesia nueva, adaptada a los tiempos y a las nuevas coordenadas
políticas. Pero el espejismo duró poco. De nuevo, la
Iglesia ha retornado a su posición de siempre adoptando otra
vez su línea montaraz.
En pocos países de los
llamados occidentales -por no decir en ninguno-, el adoctrinamiento de una
determinada religión ocupa un lugar en la enseñanza de las escuelas públicas, y
lo que aún es más, el coste de impartirla recae sobre el presupuesto del
Estado, mediante el pago de profesores que son nombrados por la
Iglesia. Pues bien, a los señores obispos les parece poco.
Exigen que la llamada asignatura, que no lo es, sea evaluable; es decir, que su
calificación cuente a la hora del currículo escolar y a la hora, por tanto, de
elegir carrera en un futuro. Les parece poco porque pretenden que al resto de
los alumnos, aquellos cuyos padres no quieren que asistan a la clase de
religión católica, se les imparta obligatoriamente otra sobre el hecho
religioso.
En realidad, la
culpa no la tienen los obispos, sino los distintos gobiernos que desde la
aprobación de la
Constitución no han sido capaces de desarrollar los principios
de un Estado aconfesional tal como aquella determina. La existencia, por
ejemplo, de centros concertados es un híbrido en el que la enseñanza privada
vive parásita de la
pública. Y aun así, los prelados no tienen bastante; exigen
-ellos siempre exigen- que no se les someta a la misma disciplina que al resto.
En España, no es
precisamente la Iglesia
católica la que puede quejarse de la falta de libertad religiosa. Vivimos bajo
un equívoco interesado, el de que la mayoría de los españoles son católicos.
Pero ¿cuántos padres de los que asistieron a la manifestación del sábado
obligan a sus hijos a ir a misa los domingos, por ejemplo, o en cuantas
familias se cumple la vigilia y el ayuno, o se acatan los preceptos en materia
sexual del Vaticano? ¿Cuántos de los manifestantes adoctrinan a sus hijos sobre
la religión católica? Ah, pero, eso sí, que sea el Estado, un Estado
aconfesional el que los adoctrine, y además con calificaciones para que nada
sea voluntario.
Es verdad que
nuestra sociedad se ha caracterizado también por la existencia de un fuerte
anticlericalismo, pero cabría preguntarse a qué obedece. En la
Historia no vale el victimismo. Que Bush se pregunte el porqué
del antiamericanismo actual; que Maragall se cuestione la razón de la ola de anticatalanismo que está invadiendo el resto de las
regiones españolas, y que los obispos se interroguen sobre los motivos del
anticlericalismo que ancestralmente ha estado presente en la sociedad española, con la única excepción
quizás de los últimos veinticinco años, y cuyo retorno está asegurado. si los obispos continúan por la senda emprendida.