La ley del suelo

A pesar de los esfuerzos realizados por el presidente del Gobierno para rentabilizar políticamente de cara a las presentes elecciones municipales la nueva Ley sobre el suelo  -salió improvisadamente a la tribuna del Congreso desplazando a la ministra-, lo cierto es que ha tenido poco eco en la prensa. Tal vez, porque profesamos un escepticismo radical acerca de la eficacia de las leyes. Va calando en nuestra conciencia que la realidad no se transforma exclusivamente con normas jurídicas. Esto es tanto más cierto en nuestro país ya que su aplicación queda en la mayoría de los casos encomendada a las Comunidades Autónomas o a los Ayuntamientos, que reaccionan de manera muy diversa.

No obstante, la Ley a la que nos referimos merece, al menos a primera vista, una valoración bastante positiva. El mundo inmobiliario se ha convertido en una selva en la que la anarquía y el pillaje campan a sus anchas, terreno abonado para la especulación y el enriquecimiento de desaprensivos y espabilados. Por eso, algunas de las medidas propuestas parecen bastante lógicas y el tiempo dirá si también acaban siendo eficaces.

Sin duda hay que considerar positivo el hecho de que se establezca la revisión de todas las actuaciones que conduzcan a un incremento superior a un 20% de la población o de la superficie de suelo urbanizado de un municipio. Se evitarán así desmanes urbanísticos como los de Seseña, y aumentará la protección al medio ambiente y a los espacios naturales.

La Ley intenta también dar respuesta a una necesidad profundamente sentida: la de mayor transparencia en los temas urbanísticos. Se implanta la obligación de someter a información pública todos los planes y convenios, así como la de que el pleno municipal tenga que aprobar las permutas de terrenos. Habrá de hacerse pública también, en el caso de recalificación del suelo, la identificación de los dueños en los últimos cinco años. No hay duda de que el mayor antídoto contra la corrupción es la información y la transparencia, y en gran medida los abusos y las ilegalidades en materia urbanística han venido de la mano del oscurantismo y de la falta de claridad en los procedimientos.

No es ningún secreto la proliferación de concejales y alcaldes con intereses urbanísticos. Desde los grandes municipios a los pequeños, en todos ellos el número de ediles municipales dedicados a la construcción o implicados de alguna forma en este sector es elevadísimo. En ese sentido, también parece apropiada la medida adoptada por la nueva ley de aplicarles un sistema de incompatibilidades igual al que rige para los altos cargos de la Administración central y de someterles a un registro de intereses y propiedades.

Pero quizás la novedad más relevante de la norma estribe en la exigencia de valorar los terrenos teniendo en cuenta su naturaleza actual sin incorporar expectativas de futuras reclasificaciones. Uno de los aspectos más chirriantes de la realidad económica presente se encuentra en los desproporcionados enriquecimientos producidos por el mero hecho de que una decisión administrativa decida recalificar de rústicos a urbanos determinados terrenos. El origen de toda la corrupción urbanística actual parte precisamente de esta realidad. Cuando está en juego tanto dinero y es tan fácil obtenerlo, la tentación de compra de unos y de venderse de otros resulta enorme.

Cualquier plusvalía que pueda producirse debería repercutir en las arcas públicas y en ningún caso deberían beneficiarse de ella los anteriores propietarios, pues carecen de título o mérito alguno para ello. No sé si la nueva ley elimina por completo la especulación; pero, en cualquier caso, es un comienzo en la buena dirección. Tal vez se necesitaría ser más ambiciosos en las facultades de expropiar de los poderes públicos y emprender una reforma en profundidad de la Ley de Expropiación Forzosa. Por otra parte, sería preciso que los Ayuntamientos impusiesen la obligatoriedad a los dueños del suelo reclasificado de construir en un determinado número de años.