Réquiem
por el impuesto de patrimonio
El Impuesto de
Patrimonio está condenado a muerte. Los dos partidos mayoritarios han incluido
en los respectivos programas electorales su eliminación, lo que no puede
extrañarnos, teniendo en cuenta la evolución que desde hace muchos años ha experimentado nuestro sistema fiscal:
deterioro de la progresividad, reducción de gravámenes a las rentas
empresariales y de capital, y potenciación de los impuestos indirectos. Como
siempre, lo más hiriente de este proceso son las mentiras que se manejan.
El anuncio de la supresión del Impuesto de
Patrimonio ha venido precedido de toda una campaña de desprestigio de esta
figura tributaria. La estrategia es muy simple. Se trata de repetir constantemente
la misma idea aunque sea sin argumentos, o bien con argumentos superficiales y falsos; la consigna va
quedando y así uno de los
principales políticos españoles puede afirmar en la radio sin que nadie le
replique que van a suprimir el Impuesto de Patrimonio, “que, como todo el mundo
sabe, es un impuesto injusto y obsoleto”.
Los que tachan de injusto este impuesto acuden a una teoría en
boga, la doble imposición. Afirman que se tributa dos veces porque los recursos
que se pretende gravar han tributado
ya por el IRPF. Algunos han encontrado la piedra filosofal, siempre que quieren
arremeter contra un gravamen se escudan en la doble imposición. Y es que, dado
el proceso circular de la renta, todos los impuestos estarían inmersos en este
concepto. De acuerdo con esta visión tan estrecha solo podría existir un
tributo. ¿Acaso no tendríamos que hablar de doble imposición en el IVA o en los
Impuestos Especiales, ya que los recursos que dedicamos al consumo han sido
previamente gravados en el Impuesto sobre la Renta? En el Impuesto de
Trasmisiones, ¿no son los mismos bienes los que se gravan en una serie
indefinida de transacciones? Y qué decir del IBI, este sí que es un impuesto de
patrimonio, solo que generalizado, no progresivo y que recae exclusivamente sobre
los bienes inmuebles, con lo que afecta principalmente a las rentas bajas.
Nadie ha pedido sin embargo su supresión,
todo lo contrario, se está incrementando de forma espectacular, entre otros
motivos para compensar la eliminación de las licencias industriales de los
empresarios.
La suficiencia y la equidad de un sistema fiscal exigen una pluralidad de impuestos
complementarios y debidamente armonizados, que graven las manifestaciones de
capacidad económica de los ciudadanos, y pocas magnitudes indican mejor dicha capacidad que el patrimonio.
La segunda razón esgrimida por los
detractores del impuesto para tildarlo de injusto es, cómo no, que recae
exclusivamente sobre las clases medias, puesto
que los contribuyentes de ingresos elevados se escapan de su gravamen
mediante la creación de sociedades interpuestas. No es, desde luego, un
argumento muy original, un razonamiento
similar se ha utilizado cuando se trataba de reducir la progresividad del IRPF
o de eliminar el Impuesto de Sucesiones. Siempre la misma monserga que posee
una buena dosis de cinismo, sobre todo
cuando después se reduce el Impuesto de Sociedades, o cuando se exime a éstas
de tributar por los incrementos patrimoniales o se eliminan los mecanismos de
transparencia que permitían imputar a los socios los beneficios y patrimonios
de la sociedad.
Si las grandes fortunas eluden tributos
tales como el IRPF, Patrimonio o Sucesiones es tan solo porque el poder
político se lo permite. Las sociedades no se encuentran flotando en el aire,
tienen accionistas, que pueden ser perfectamente identificados, y los valores
de aquellas incorporarse al patrimonio de sus dueños. El Estado tiene suficientes mecanismos para evitar la
evasión o la elusión (para el caso, da lo mismo) de este impuesto. Algo similar
cabe afirmar de las clases medias. No existe ningún impedimento para no elevar el límite exento y dejar por tanto fuera del alcance de
este tributo el montante de
riqueza que se desee.
Se afirma que este
impuesto ha quedado obsoleto.
Por lo visto, ahora los tributos modernos e innovadores son los indirectos. Por
ese camino puede que lleguemos a un gravamen tan original como era el de
puertas y ventanas. Lo cierto es que el Impuesto de Patrimonio no puede estar
obsoleto por la sencilla razón de que está casi por estrenar, apenas se había
comenzado a extraer toda su virtualidad.
Se afirma con superficialidad que su único
objetivo consistía en ser un elemento de control. No hay por qué negar que esta
podría ser una de sus
finalidades –curiosamente tal cometido parece despreciarse ahora a pesar de las
enormes bolsas de fraude existentes—, pero hay otras más importantes, la de
ser, junto con el Impuesto de Sucesiones y el IRPF, un factor de corrección de
la injusta y desigual distribución de renta que realiza el mercado. No es
ningún secreto que el sistema económico capitalista produce la acumulación progresiva de recursos
y riquezas, y que se precisa de la actuación del Estado, especialmente a través
del sistema fiscal, para subsanar tales efectos nocivos. El Impuesto de
Patrimonio puede ser un buen instrumento de socialización, pero precisamente
por esto siempre ha contado, tanto en España como en Europa, con la oposición
radical de las fuerzas económicas y reaccionarias.
En un sistema fiscal moderno y progresivo el
Impuesto de Patrimonio tiene un importante papel que cumplir. Es evidente que
el actual tiene múltiples defectos y lagunas, pero ello debe constituir un
motivo para su reforma, nunca para su supresión. Esto me recuerda aquella coplilla de nuestra tradición literaria:
"El Señor Don Juan de Robres, con caridad sin igual, hizo hacer este
hospital y primero hizo a los pobres". Nosotros primero creamos los
agujeros fiscales y luego, amparándonos en ellos, suprimimos el gravamen.