Suben
más los precios
El euro acaba de cumplir un año de vida como moneda
real y comparece ante el tribunal de la opinión pública. A pesar de la
conspiración oficial para que ninguna mácula pueda salpicarle, y por muchos que
hayan sido los esfuerzos de sus apologetas, no ha podido ocultarse lo evidente:
que los españoles, e imagino que el resto de los europeos, no se acostumbran a
él, que continúan calculando en pesetas y que su introducción ha sido un factor
netamente inflacionario. El presidente de la Comisión Europea en ese intento de
liberarlo de todo defecto arremete contra los gobiernos y les responsabiliza de
la inflación.
En
cualquier caso, aceptar –¿y cómo negarlo?– que la
introducción del euro ha tenido un efecto inflacionario es dejar en entredicho
a los dogmáticos que consideran a la inflación un fenómeno exclusivamente
monetario, lo que por otra parte ya sabíamos desde el mismo instante en que
países con una misma política monetaria, la del Banco Central Europeo,
presentan tasas de inflación muy divergentes. Se cuestionan así también las
políticas restrictivas de esta institución que en muchas ocasiones, lejos de
contener el incremento de los precios, lo que impiden es el crecimiento
económico.
No
echemos, sin embargo, toda la culpa al euro. Resulta bastante innegable que el
proceso mal llamado de liberalización, que ha consistido en realidad en dejar
los mercados en manos de las grandes empresas con poder monopolístico sobre
ellos, produce un efecto perverso. Nada de lo que nos prometieron con las
privatizaciones se está cumpliendo. Con el año nuevo llegan las subidas de la
luz, el teléfono, los correos, los transportes públicos, el peaje de
autopistas, etcétera. En todos los sectores teóricamente liberalizados la
competencia ha brillado por su ausencia y los precios, en lugar de bajar, han
subido o al menos no se han reducido tanto como deberían haberlo hecho.
A
partir de este primero de enero los consumidores podrán elegir libremente
compañía eléctrica, pero ya se nos anuncia que tal posibilidad es tan teórica
como la libertad que tienen los trabajadores de pactar las condiciones de
trabajo. Las tarifas no diferirán de una compañía a otra, como apenas difieren
los precios de las gasolinas, del teléfono o las condiciones aplicadas por los
bancos, y que el coste del cambio, al igual que en esos sectores, difícilmente
justificará las pequeñas ventajas que se podrían obtener al variar de
suministrador. Sólo las grandes empresas podrán negociar de tú a tú con las
compañías eléctricas; sólo para ellas existirá competencia, y posibles rebajas,
rebajas que en última instancia terminaremos pagando por incremento de tarifas
el resto de los consumidores, ya que a las compañías eléctricas les queda
siempre el recurso de chantajear al gobierno, como lo han hecho en la
actualidad, amenazando con la paralización de las inversiones.
Y ¿qué
decir del teléfono? La cuota de abonado se eleva en un 8 por ciento. La cuota
de abonado es la parte fija de la factura telefónica, y por lo tanto el factor
que afecta en mayor medida a las rentas bajas cuyo consumo es más bien escaso y
que verán fuertemente incrementado el coste del teléfono, sin que las pequeñas
reducciones en algún tipo de llamadas les puedan compensar. Lo realmente
curioso es la razón esgrimida: necesidad de armonización con el resto de los
países europeos. Podían armonizarse alguna vez los salarios, por ejemplo el
mínimo interprofesional, que una vez más perderá poder adquisitivo al
incrementarse tan sólo en un 2 por ciento, y que asciende a menos de la mitad
del de países como Holanda, Francia o Bélgica.