El grave problema de pigs
La palabra pigs, cerdos en inglés, ha servido, con cierta malicia y un
poco de racismo, para designar a un grupo de países que hasta el momento de la
ampliación ocupaban en la
Unión Europea los últimos lugares en el ránking
económico. El apelativo está compuesto por las iniciales, también en inglés, de
Portugal, Italia, Grecia y España. El término cayó en desuso durante la época
de bonanza económica y retorna de nuevo con fuerza en la actualidad, con la
única diferencia de que ahora se sustituye Italia por Irlanda, aun cuando
Italia no esté en condiciones de alejarse mucho del grupo.
Las agencias de
calificación han situado las finanzas públicas de estos países en el punto de
mira. Son las mismas agencias responsables en parte de la crisis y que dieron
la máxima calificación al papel basura y a las empresas y a los bancos
quebrados. No parecen, por lo tanto, muy legitimadas para conceder certificados
de ningún tipo.
Uno de los efectos
más negativos de la actual crisis es que el coste de los abusos, estafas,
errores y ganancias indebidas de bancos, especuladores y empresas ha recaído
sobre el sector público de todos los países. El déficit y la deuda de los
Estados se han disparado y, por supuesto, los de los pigs
no constituyen una excepción; pero, precisamente por eso, porque este
comportamiento se encuentra dentro de lo normal, no debería ser origen de
preocupación especial.
El talón de Aquiles
de estos países no se halla tanto en el sector público como en el endeudamiento
exterior, tanto público como privado, y concretamente en España, mucho más en
el privado que en el público. Nuestra deuda pública en porcentaje del PIB se
sitúa muy por debajo de la de la mayoría de los países de la
Unión Europea.
Grecia, Portugal,
Irlanda y España tienen en común haber mantenido unas tasas de inflación muy
superiores a la media de la
Eurozona. Desde 1999, el incremento del IPC de todos ellos ha
sido superior al 30%, mientras que el de Alemania se sitúa en el 17%. Todos han
perdido competitividad frente al exterior, lo que ha propiciado que el déficit
de la balanza por cuenta corriente haya alcanzado en ellos niveles alarmantes
con el consiguiente endeudamiento exterior.
Su pertenencia a la
Unión Monetaria les impide devaluar y recobrar así la competitividad
perdida y, lo que es aún peor, les obliga a seguir la misma política monetaria
que países como Alemania u Holanda con características e intereses bien
distintos. La apreciación del euro frente al resto de monedas agrava su
situación, que se puede hacer incluso más dramática si el BCE, en consonancia
con los intereses y planteamientos de Alemania, de Holanda o de Austria,
endurece las condiciones monetarias y la Comisión fuerza la reducción de los
déficits públicos. Por ello resulta tan injustas peroratas como las de algunos
diarios europeos afirmando que de ninguna manera los contribuyentes de Alemania
u Holanda van a estar dispuestos a ayudar a los países en dificultades. El
verdadero problema radica en que se constituyó en su día una Unión Monetaria
sin los mecanismos compensadores de cohesión y sin construir una mínima unión
política.