Estado
residual
El pasado nueve de agosto, día de la entrada
en vigor del Estatuto catalán, todos los medios de comunicación coincidían en
apostillar que los catalanes no iban a notar nada especial. La aseveración
resulta evidente. A corto plazo, todo va a seguir igual para los catalanes y
para el resto de los españoles; las consecuencias negativas sólo aparecerán de
forma gradual. Esa es la baza con la que
cuenta el Gobierno para eludir un previsible coste electoral. No es de
extrañar, pues, que tanto en el Gobierno como en el PSOE hayan caído fatal las
declaraciones del presidente de la Generalitat; ponen al descubierto lo que se
quiere tener oculto, o lo que se pretende relegar, cuanto antes mejor, al
olvido.
Sin embargo, determinadas afirmaciones de
Maragall responden a
Tanto hemos reducido el tamaño del Estado
(rebajas fiscales, limitación del gasto público, privatizaciones y, sobre todo,
Comunidades Autónomas) que lo estamos condenando a
El Estatuto que entra en vigor constituye,
según Maragall, una nueva constitución para Cataluña. Si las palabras del
presidente de la Generalitat han sentado tan mal en el PSOE es porque su
discurso es netamente nacionalista y deja al descubierto, por tanto, que el
Gobierno actual se ha comportado como tal al respaldar en buena medida su
política. Maragall es nacionalista, jamás reconocerá que Cataluña forma parte
de España. España son los otros: “Una España amiga que nos comprende”. Maragall
es un exponente de una clase oligárquica provinciana de señoritos que –carcomidos
de rencor y de envidia– aborrecen al Estado español, aunque no lo confiesen. No
otra cosa demuestra el que, gustosos y satisfechos, estén dispuestos a
transferir cualquier competencia a
El discurso de Maragall ha sentado mal en el
PSOE porque se pretende que la sociedad olvide lo antes posible todo el proceso
seguido en la aprobación del Estatuto. Y, en realidad, es que es difícil de
entender el papel del Gobierno y más concretamente el de su presidente en todo
este asunto. Quizá se pueda comprender que, en el fragor de una campaña
electoral y cuando a corto plazo no se piensa llegar al gobierno, se prometa
aprobar y defender lo que venga de Cataluña;
si bien ello indica ya una cierta frivolidad, pues, de esta forma y
aunque sea implícitamente, comienza a reconocerse la soberanía de esta región y
a romper en paralelo la soberanía del Estado español.
Tal vez sea posible entender que cuando se
ganan unas elecciones sin mayoría absoluta y se está abocado –dado el
imperfecto sistema electoral español– a gobernar con el apoyo de un partido
nacionalista, haya que realizar determinadas concesiones. Todos lo han hecho:
Suárez, González y Aznar. Pero lo que es difícil de comprender es que el
presidente del ejecutivo español se haya puesto a la cabeza de la manifestación
nacionalista liderando el proceso de aprobación del Estatuto. Y tampoco que,
habiéndose podido abortar su aprobación en el Parlamento catalán por la
oposición de CiU -con lo que el Gobierno central se hubiese visto libre de toda
presión-, haya sido precisamente el presidente de este Gobierno el que por dos
veces –una en el Parlamento catalán y otra en el del Estado español– haya
salvado el Estatuto.
No se entiende nada de lo ocurrido en todo
este asunto. El presidente del Gobierno central se convierte en paladín de la
aprobación de un Estatuto nacionalista, el PSOE rompe con el partido
nacionalista que le venía apoyando, tanto en el gobierno central como en el de
la Generalitat, para aliarse con aquella formación política que es su principal
competidora en Cataluña; el Estatuto se aprueba, pero se defenestra a su
artífice fundamental, el actual presidente de