¿Quién
comprará los juguetes?
Por Navidades, al
menos antes, eran frecuentes las narraciones sensibleras especialmente
dirigidas a los niños para excitar el sentido de
El otro día pudimos ver por televisión, no
recuerdo en cuál, un reportaje que hacía palidecer por anodino cualquiera de
estos cuentos. Y es que la realidad siempre supera a la ficción, y en el
proceso involutivo en que nos encontramos va a ser verdad que cualquier tiempo
pasado fue mejor. El 65% de los juguetes que consumimos proviene de China,
donde, para fabricarlos, trabajan doce
horas al día niños de entre 12 y 14 años y por un dólar diario. La inmediatez
de la pantalla nos mostraba imágenes de esas enormes naves con largas filas de
pupitres en los que se sentaban cientos de pequeños orientales. Daba la
impresión de un colegio, sólo que no estaban allí para estudiar sino para
trabajar en jornadas agotadoras. Los talleres son visitados, nos narraba una
voz en off, por los ejecutivos de las grandes empresas occidentales del juguete
que ya han reservado con enorme satisfacción y deleite para su cuenta de
resultados toda la producción del próximo año. ¿Cómo no rememorar las
circunstancias de las factorías de la industria textil de
La llamada globalización económica, que
algunos quieren presentarnos como una necesidad ineludible, es tan sólo una
opción, la nueva forma que adopta en los momentos actuales el sistema
económico. Su diferencia con la etapa precedente del sistema capitalista no
radica tanto en las desigualdades –en realidad éstas han estado siempre
presentes a lo largo de la historia de la humanidad– como en la total falta de
esperanza que el sistema transmite. En la etapa precedente, fuesen cuales
fuesen las condiciones de injusticia y desigualdad, a los trabajadores se les
prometía que si la economía crecía, mejorarían sus condiciones laborales y
sociales, y que irían participando poco a poco de la prosperidad y del
bienestar general; promesa que al menos en los países desarrollados se ha
venido cumpliendo, al margen del juicio que cada uno tenga sobre el ritmo y la
intensidad con que este fenómeno se ha producido. Las jornadas laborales se han
reducido sustancialmente, los salarios a lo largo de los años han incrementado
su capacidad adquisitiva. En mayor o menor medida, a los trabajadores se les ha
ido dotando de un sistema de seguridad social que les protegía de la mayoría de
las contingencias que pudieran acaecerles en su vida. El sistema podía ser
injusto, pero al menos evolucionaba hacia situaciones de mayor progreso y
equidad.
La nueva forma de capitalismo denominada
globalización invierte radicalmente los parámetros. El discurso es el
contrario. Para asegurar el crecimiento económico, los trabajadores deben
aceptar progresivamente peores condiciones laborales, jornadas más largas de
trabajo y salarios más reducidos. Continuamente leemos en la prensa que, bajo
la amenaza de emigrar a otras latitudes más propicias para el capital, grandes
empresas fuerzan a sus trabajadores a aceptar peores condiciones que las que
regían hasta el momento.
Una palabra se adueña del horizonte
económico: competitividad. Para ser competitivos, los trabajadores españoles,
franceses o alemanes deberán estar dispuestos a todo tipo de sacrificios. Hasta
hace poco sabíamos que los salarios españoles eran bajos, pero aspirábamos a
que progresivamente se fuesen asimilando a los alemanes. Con la globalización,
la perspectiva se invierte y son los salarios alemanes los que tendrán que irse
aproximando a los de los chinos si no quieren engrosar las filas de los
parados.
Que nadie piense que el proceso implica una
distribución equitativa entre el primer mundo y los países subdesarrollados.
Los trabajadores de éstos tampoco saldrán beneficiados, todo
los contrario. Según las condiciones laborales del primer mundo vayan
deprimiéndose para evitar la deslocalización, también se deprimirán aún más las
del tercer mundo para forzarla o al menos mantener el statu quo. Sólo el
capital de uno u otro mundo saldrá beneficiado, al menos a corto plazo, porque
a largo plazo se adentrará en la misma encrucijada en la que se encontró tiempo
atrás, la ley de bronce de los salarios. Y es que en realidad lo que hoy
llamamos globalización no es ni más ni menos que el capitalismo salvaje y darvinista del siglo XIX.
La globalización no
promete a los niños chinos gozar un día del confort que disfrutan ahora los
europeos. Pronostica más bien que, si nada cambia y se mantiene la actual
política, serán los europeos los que terminen como los chinos. Pero entonces,
¿quién comprará los juguetes?