Desafección catalana

Por muy curados de espanto que estemos, hay que reconocer que el nacionalismo no deja de sorprendernos, y es que todo nacionalismo, por definición, es insaciable y no tiene límites. Resulta difícilmente imaginable que el dirigente de una formación política de izquierdas pueda comparar los trapicheos de los partidos respecto al Tribunal Constitucional, por censurables que sean, con el golpe de Estado del 23-F, que estuvo a punto de abortar el proceso democrático y, sobre todo, con la sublevación de unos militares que derrotaron un régimen constitucional, llevaron a España a una sangrienta guerra civil de tres años y establecieron una de las más dilatadas dictaduras del mundo. Solo el desvarío nacionalista puede explicar tal asimilación.

Ese mismo político, presidente de la Generalitat, en un tono claramente de advertencia, proclamó que está creciendo la desafección en Cataluña respecto a España. Se supone que durante el franquismo la afección era mayor. Lo grave es que el político catalán puede que tenga razón. Que esté creciendo la animadversión de Cataluña hacia el resto de España; aunque le faltó añadir que también puede ser cierta la inversa, y que en el resto del Estado esté aumentando la enemistad a Cataluña. Y, sobre todo, le faltó intentar clarificar el origen del fenómeno y, tal vez, señalar a los culpables.

El Estado de las Autonomías se diseñó en la Transición con la única finalidad de integrar a los nacionalistas. Pasado el tiempo, a lo mejor hay que reconocer que se ha fracasado estrepitosamente y que el proceso autonómico, lejos de constituir un mecanismo de integración, se ha convertido en factor de disgregación, desconfianza y desafecto. Porque sin duda alguna los sentimientos, bien sean individuales o colectivos, interactúan y se incitan mutuamente. De manera que si los ciudadanos de otras Comunidades sienten el desapego y el desprecio de los catalanes es inevitable que respondan con la misma moneda.

No creo que la mayoría de los españoles profesen ideas nacionalistas. Quizás porque en nuestro país las insignias y discursos patrióticos han sido secuestrados durante mucho tiempo por las fuerzas más reaccionarias, quizás porque en los últimos siglos nuestra historia no ha sido precisamente gloriosa, el alejamiento de las manifestaciones y querencias nacionales está bastante generalizado en la ciudadanía. El nacionalismo españolista, al que tanto recurren los nacionalismos periféricos, es cosa de una minoría. A la mayoría de los españoles les resultan ridículos los comportamientos de otros países, tales como los del pueblo americano, asentados en un fetichismo patriótico. A ello se debe atribuir también el que el pueblo español se sitúe en la cabeza a la hora de establecer el ranking de europeísmo.

Pero, dicho esto, hay que aceptar que esa pasividad desaparece, como es lógico, cuando nos sentimos atacados o menospreciados. Eso explica, por ejemplo, la borrachera patriótica que se ha producido estos días en Ceuta y Melilla. Quizás desde la Península nos cuesta entenderlo y lo consideramos desproporcionado, pero para los ceutíes y melillenses puede ser la reacción lógica frente a las reivindicaciones que, con o sin razón, plantea Marruecos.

Eso explica también que las reacciones identitarias ganen en extensión y profundidad cuando se trata de dar respuesta a las exigencias desorbitadas de otros nacionalismos. Una cosa es respetar las peculiaridades de cada región, autonomía, nacionalidad, país o como se quiera llamar, y otra cosa muy distinta es aceptar que un grupo de ciudadanos por vivir en cierto territorio y en virtud de no se sabe qué derechos históricos –una historia inventada por ellos mismos– deban tener una situación de privilegio en el colectivo global.

Los continuos lamentos victimistas y la permanente tendencia a singularizarse y ocupar un puesto de preferencia de algunas comunidades no pueden por menos que despertar recelos en el resto. Es absurdo que una de las regiones más ricas pretenda afirmar que está discriminada. El señor Rossell y los empresarios catalanes mienten cuando afirman que Cataluña ha sido relegada en los recursos recibidos del Estado. Mienten porque los datos y los informes se pueden fabricar ad hoc y todo depende de lo que se considera y no se considera a la hora de hacer las cuentas. Cualquiera que conozca un poco el presupuesto sabe que su concepto de inversión pública es muy relativo y se pueden hacer miles de combinaciones. Además una gran parte de ella va al margen del presupuesto. Mienten porque no se puede examinar tan solo un número determinado de años. Nadie tiene en cuenta ya los enormes recursos que fueron a Barcelona con motivo de las Olimpiadas, iguales o incluso mayores que para la “Expo de Sevilla, y acaso no recordamos la factura que los partidos nacionalistas han pasado siempre al gobierno central, fuese del signo que fuese, para apoyarle.

El señor Montilla quizás tenga razón, la desafección de los catalanes al resto de España puede estar aumentando porque también se está incrementando la del resto de España respecto a Cataluña. Pero ¿quiénes son los culpables de que se produzca este desencuentro mutuo? Seguro que no son ni la mayoría de los catalanes ni la mayoría de los españoles. Los únicos responsables son unos políticos catetos y pueblerinos que están agitando a la opinión pública con un discurso que les resulta muy rentable al esconder todos sus errores bajo el manto de una hipotética persecución foránea. La culpa de todo se encuentra en la discriminación exterior. Es un recurso que han empleado casi todos los gobiernos autocráticos, empezando por el franquismo. Un discurso que quizás no beneficia a todos los ciudadanos de Cataluña, pero sí a sus políticos porque les da una relevancia y poder que de otra manera no tendrían. Prefieren ser cabeza de ratón que cola de león.

Hay que reconocer que durante estos años Cataluña sí ha sido diferente al menos en una cosa: en el pacto de silencio de toda su clase dirigente: políticos, empresarios, medios de comunicación. La oposición no ha existido. Se han tapado unos a otros los errores y las corrupciones. Quizás si las infraestructuras son peores es porque había que pagar el tres por ciento. La única denuncia se retiró inmediatamente bajo el chantaje de no aprobar el Estatuto. Es posible, sí, que la desafección al resto de España haya aumentado en Cataluña, pero hay otra desafección que sin duda también ha aumentado: la que hace referencia a los políticos. La abstención en las últimas elecciones, incluso en aquellas en que se aprobó el Estatuto, lo atestigua.