Negociación
política
Me da el pálpito de que todos juegan
al despiste y nadie dice realmente lo que piensa. Así es hoy la política. O no
llegan o se pasan. El PP pierde la razón al adoptar posturas maximalistas. El
catastrofismo se desprestigia por sí solo tan pronto la hecatombe no acontece.
Los hooligans y la ultraderecha están haciendo un flaco favor a esta
formación política: le están impidiendo que rentabilice los muchos errores del
Gobierno. Negar la legitimidad de cualquier diálogo con ETA es una postura
imposible de mantener. Tampoco resulta muy lógico condicionar la negociación a
que previamente la banda se haya disuelto o desarmado, ¿para qué se va a
dialogar entonces? Ningún grupo terrorista aceptará un desarme sin
contrapartidas, al menos sin garantías de medidas de gracia e inmunidad. Y si
se admite el diálogo con ETA, ¿cómo negarlo con Batasuna? Ahí radica el punto
débil del PP, al que se agarra el PSOE para deslegitimar su postura.
Y,
sin embargo, el PP tiene razón cuando afirma que en la conducta del Gobierno
hay ciertas zonas oscuras y, en buena medida, alarmantes. La cuestión no
estriba en con quién se habla, sino de qué y quién habla. Es verdad que para el
cese de la violencia parecen imprescindibles el diálogo y
¿Qué es lo que
cambia en esta ocasión? Curiosamente, los elementos que generan intranquilidad
y desconfianza tienen que ver con el carácter público, demasiado público,
oficial, demasiado oficial, que se está dando al proceso mal llamado de paz.
Hasta el nombre es significativo. Por una parte, proceso; y, por otra, paz. No
sabía que estuviésemos en guerra. Aun cuando parezca paradójico, la
transparencia de la que se jacta el Gobierno puede convertirse en hándicap
al conceder un cariz demasiado solemne a la negociación y, como consecuencia,
atribuir condición de interlocutor oficial a un grupo terrorista o a sus
embajadores judicialmente ilegalizados. Ese carácter de agente político sólo se
les puede conceder una vez disuelta la banda armada.
La
tesis defendida por el presidente del Gobierno, al final del Debate sobre el
estado de la Nación, acerca de que la negociación política en Euskadi pudiera
comenzar sin esperar el proceso de desarme y la disolución de la banda terrorista,
unida al anuncio que el partido socialista vasco ha hecho de su próxima reunión
con Batasuna, sitúan el juego en un campo radicalmente distinto al de las
anteriores negociaciones. Puede suponerse que el diálogo entre un gobierno y un
grupo terrorista versa exclusivamente sobre el desarme y las medidas de gracia,
tanto más si quien representa al Ejecutivo es el secretario de Estado de
Seguridad y los encuentros se realizan de forma reservada. Pero es difícil
hacer la misma suposición si el diálogo se lleva a cabo públicamente entre dos
partidos políticos. No es pecar de susceptible sospechar que la negociación
entre Batasuna y el PSE forzosamente tiene que versar sobre aspectos políticos.
La versión con la que nos han querido obsequiar el Gobierno y el PSOE al
contemplar la reacción que había producido el anuncio es más bien ridícula, y
resulta ofensiva para la inteligencia del personal. ¿Puede alguien creer que se
reúnen con Batasuna con el exclusivo fin de mirarles a los ojos y decirles que
dejen de matar?
Existe
demasiada confusión, hay muchos embrollos, excesivos elementos tramposos,
contradictorios. Por supuesto que todo es defendible. Incluso podría ser lícito
que el Gobierno mantuviese la necesidad de que la negociación incidiera también
sobre elementos políticos, es decir, sobre la organización política del País
Vasco. Lícito aunque un poco contradictorio, porque para ese final no habría
por qué haber padecido treinta años de atentados. Pero lo que de ninguna manera
parece lícito es querer dar a la sociedad gato por liebre, y a ese equívoco
parece apuntar la teoría de las dos mesas de negociación. Afirmar que a ETA no
hay que pagarle ningún precio político al tiempo que se defiende que en una
mesa paralela se negocie con Batasuna el futuro del País Vasco es una inmensa
tomadura de pelo.
Se
quiera o no, las palabras de Zapatero al final del Debate sobre el estado de la
Nación y el anuncio de la futura reunión del PSE con Batasuna parecen asumir la
teoría de las dos mesas. Es comprensible que se hayan encendido todas las
señales de alarma. Los recelos del PP y de una gran mayoría de ciudadanos,
incluso de muchos votantes del PSOE, están plenamente justificados. El camino
seguido con el Estatuto de Cataluña y el desaguisado territorial en el que el Gobierno
se ha adentrado constituyen un precedente que no favorece precisamente la
tranquilidad y la confianza.
El
PP tiene muchas razones para desconfiar del Gobierno, pero las pierde todas
cuando cae en