Defenderla y no enmendarla

Citaba yo en el artículo de la pasada semana la conocida máxima del conde Lucanor en “Las Mocedades del Cid”: “Pero si la aciertas mal, defenderla y no enmendarla”. Es difícil no recordar tal consigna cuando se trata del presidente Bush y su cruzada contra el mal. Lo cierto es que en todo lo referente a Irak los tres caballeros de las Azores han mantenido una postura de cerrazón muy parecida a la que se atribuye a nuestros antepasados del Siglo de Oro.

No obstante, es Bush el que resalta de manera notable entre los tres. Cuando para todo el mundo resulta ya evidente el despropósito que fue la invasión de Irak; después de que los distintos informes hayan puesto de manifiesto que Sadam no poseía armas de destrucción masiva y que carecía de toda conexión con las huestes de Bin Laden; cuando aparece ya de manera incuestionable que la situación creada tras la contienda es infinitamente peor -sobre todos para los iraquíes- que la anterior; cuando día a día esa situación se deteriora; cuando el mundo entero se estremece por el estado de terror y odio generado en ese pueblo; cuando cada vez se ve con mayor pesimismo el futuro de Irak, condenado al parecer a enfrentarse antes o después a una guerra civil y a convertirse en una republica islámica; pues bien, cuando todo esto ocurre Bush continúa impertérrito, erre que erre, intentando convencerse y convencer a la sociedad americana de que lo que hizo está bien hecho y de que aún puede ganar la guerra.

Bush, en contra de todos y desoyendo a la mayoría del pueblo americano que por fin ha despertado en este tema de su letargo, ha decidido no solo continuar la ocupación sino enviar más tropas, en la creencia (nunca mejor empleado el término creencia) de que así ganará la guerra. Ante un parlamento entre hostil y desengañado, Bush se presenta con osadía para solicitar más fondos (245.000 millones de dólares adicionales) con los que sufragar el coste de los 21.500 nuevos soldados que deben incrementar las fuerzas de ocupación. Y es que de tal manera ha centrado toda su presidencia en esa cruzada descabellada que difícilmente cabe la marcha atrás. Aun cuando fuese consciente de que no la ha acertado, no le queda otro remedio que defenderla y no enmendarla.

El ex-presidente González, del que se podrán decir muchas cosas pero no que no sea un viejo zorro con experiencia en ese arte nada limpio que es la política, hizo diana plenamente cuando a propósito del atentado de la terminal cuatro de Barajas dijo aquello de que siempre se precisa tener otra baza disponible y no jugarse todo a una sola carta. A Bush le ha faltado, entre otras muchas cosas, esa astucia, de tal modo que, quizá por cortedad mental quizá por fanatismo, ha apostado toda su presidencia a una aventura construida a partir de un mundo imaginario e irreal. El envite ha sido tan fuerte y tan contra corriente que difícilmente puede retroceder.

Algo parecido le ha ocurrido a Zapatero en la negociación con ETA, y a ello iba destinada la metáfora de González. Al iniciarse el proceso de negociación, la mayoría de los medios indicaban la apuesta personal del presidente del Gobierno, y en consecuencia que para bien o para mal el triunfo o el fracaso sería exclusivamente suyo. Escribía yo a propósito de aquello que precisamente ese aspecto era el inquietante, porque al estar implicado tan personalmente en el proceso no se podía permitir un resultado negativo y se vería obligado a cualquier cesión con tal de que no se produjese la ruptura. El ex-presidente González tiene razón, es preciso tener siempre reservada una segunda carta y especialmente en materia terrorista. Zapatero no la tenía y por eso se ha encontrado en una situación tan embarazosa tras el atentado de Barajas, y por ello también se niega a reconocer que el proceso ha fracasado. Defenderla y no enmendarla.

En el Estatuto catalán se ha apostado igualmente todo a una sola carta sin que el presidente del Gobierno se haya guardado una baza alternativa, y por esa razón, cuando se empieza a intuir la posibilidad de que el Tribunal Constitucional declare alguna parte del texto contraria a la Carta Magna, pueden afirmar desde el tripartito algo tan disparatado como que ello implicaría necesariamente la caída del gobierno Zapatero.

El empecinamiento de Bush sitúa al Congreso de los Estados Unidos ante una disyuntiva embarazosa: aprobar enormes recursos para una guerra que consideran injusta y descabellada o desautorizar en plena contienda a un presidente que es también comandante en jefe de las fuerzas armadas. La obcecación de Zapatero coloca igualmente a la oposición de dentro y de fuera de su partido ante un dilema nada cómodo: avalar a un jefe de gobierno en una política territorial que juzgan nefasta y suicida o pasar por desleales al no apoyarle en lo que este entiende por política antiterrorista. En ambos casos, el defenderla y no enmendarla indican que tanto Bush como Zapatero se han adentrado en un camino de muy difícil marcha atrás, y que dejarán a sus sucesores en herencia una situación muy compleja y de casi imposible salida.