Por si cabía alguna duda, la crisis
económica ha dejado absolutamente patentes los defectos y contradicciones de la
Unión Europea. Esta ha resultado inhábil para dar una respuesta unitaria. Tras
muchas reuniones, los mandatarios europeos solo han sido capaces de recomendar
que los distintos Estados instrumenten las medidas que consideren adecuadas,
sin ponerse ni siquiera de acuerdo sobre cuáles tendrían que ser estas. Cada
país ha aplicado las que le han parecido más correctas, aunque, al ser
dispares, entraban en contradicción con el mercado único, asentado, al menos
teóricamente, sobre la hipótesis de la libre concurrencia. En una economía
globalizada y en medio de una crisis mundial existe el peligro de que las respuestas
parciales y diversas sean insuficientes e incluso contraproducentes.
Nada de esto es nuevo y algunos venimos
denunciándolo desde la firma del Acta Única. Lo que puede resultar más novedoso
es que similares desequilibrios y déficit de integración que se producen en la
Unión Europea los hayamos incorporado a la estructura política nacional. Si
Europa, dada su falta de integración, parece impotente para dar una respuesta a
las graves dificultades económicas, nuestro país se orienta por el mismo camino
al transferir el potencial financiero y fiscal a las Comunidades Autónomas, lo
que sin duda tendrá implicaciones mucho más peligrosas. Si el presupuesto
comunitario es insuficiente para garantizar en todos los países miembros una
cobertura similar de prestaciones y servicios sociales, de forma análoga estos
van a ser diferentes en las distintas Autonomías, al tener cada una de ellas
una capacidad recaudatoria dispar y al ser insuficientes los fondos de
compensación creados, al igual que lo son los europeos para conseguir la
equiparación.
Si la falta de armonización impositiva en
Europa genera un dumping fiscal por el que los Estados se ven constreñidos a ir
eliminando paulatinamente toda progresividad de los sistemas tributarios y a
eximir de gravamen al capital y a las empresas, bajo la amenaza de la
deslocalización y de la emigración del dinero, la autonomía financiera de la
que se dota a las Comunidades va a repetir el fenómeno a una escala inferior, y
por lo tanto más peligrosa, en el interior de España, porque la competencia
desleal en materia tributaria se va a producir entre las regiones con efectos
más devastadores para la progresividad del sistema tributario, cuyas primeras
víctimas están siendo ya el impuesto de patrimonio y el de sucesiones.
Si el presupuesto comunitario se asienta
sobre el falso principio de que quienes tributan son los Estados y no los
europeos, esta suposición está funcionando ya en el imaginario colectivo de
nuestro país cuando se escucha decir con toda normalidad que hay Comunidades
que colaboran más que otras al fondo común, olvidando que los únicos que
tributan son los ciudadanos y, por el momento y mientras el sistema tributario
se mantenga unitario, todos de la misma forma en función de su capacidad
económica.
Existe, sin embargo, una diferencia entre la
Unión Europea y el Estado español: mientras que la primera se encuentra en un
proceso, aunque lento, de convergencia y cabe la esperanza de que algún día la
integración sea mayor, el segundo está sometido a una fuerza centrífuga que
hace que progresivamente aumente la desintegración.