Rebajas
fiscales a gogó
El peor mal que hoy aflige a la política ─política en sentido
amplio─ es su hipocresía.
Casi nadie se cree lo que dice y todos, absolutamente todos, sean cuales sean
sus intereses e ideología, disfrazan su discurso de altruista y filántropo. En
este “todos” no se encuentran solos los políticos en sentido estricto, los
profesionales de la política, sino cualquiera que desde distintas plataformas
pretenda indicar las normas y principios sobre los que se debe asentar la
sociedad.
Que haya personas, partidos, asociaciones o
gobiernos que aboguen por la reducción de impuestos no tiene nada de extraño,
lo insultante es que pretendan convencernos de que esa medida beneficia a todos
los ciudadanos o que puede realizarse sin coste alguno. Nada tiene de
sorprendente que el Partido Popular propugne rebajas fiscales, otra cosa es que
también lo haga el partido socialista y que encima intente persuadirnos de que
es una postura progresista.
Con la imposición se produce un cierto
espejismo social; se considera que las bajadas de tributos son gratuitas. A
nadie ciertamente le complace pagar impuestos, pero estos, al igual que los
gastos públicos, no pueden juzgarse aisladamente abstrayendo de las otras
partidas presupuestarias.
Cuando en época electoral un partido promete
determinados gastos sociales, inmediatamente se le exige que calcule su coste y
que diga de qué manera piensa financiarlo, bien mediante la reducción de otros
gastos, bien mediante el aumento de impuestos, bien a través de incrementar el
déficit público. Tal demanda parece lógica y consistente. No se entiende, sin
embargo, que no se plantee la misma pregunta cuando se trata de rebajar
impuestos. También entonces habría que cuestionarse cómo se va a financiar la
rebaja prometida. A qué gastos se va a renunciar o qué otros gravámenes piensan
elevarse, o si más bien se va a permitir que se incremente el déficit público.
En realidad, el tema podría plantearse de otro modo ¿A qué destinos
alternativos podrían orientarse los recursos empleados en la rebaja impositiva?
Es lo que los economistas solemos llamar coste de oportunidad.
El Partido Popular va a proponer en su
programa electoral otra rebaja impositiva. La propuesta es aún tan ambigua e
indefinida que resulta imposible su análisis. No obstante, lo que desde ahora
se puede calificar de inadmisible es esa pretensión de negar lo evidente: el
que la recaudación será menor. Es un latiguillo usado con profusión ya en las
anteriores reformas. Con tal finalidad se barajan dos pseudoargumentos,
el de la reactivación de la economía y el de la disminución del fraude.
Se acepta como axioma que la reducción de
los impuestos producirá una reactivación económica que a su vez incrementará la
recaudación (curva de Laffer). Y es que tratándose de
impuestos, los neoliberales se vuelven todos keynesianos, pero keynesianos
chapuzas e incoherentes. Según Keynes, para practicar una política expansiva no
es suficiente reducir los impuestos o incrementar los gastos. Se precisa, además,
que tales medidas no se compensen con otras de signo contrario, lo que implica
incrementar el déficit público y que su financiación se lleve a cabo mediante
la ampliación de la masa monetaria. Siempre que exista capacidad económica
ociosa, tal política no tiene por qué traducirse en una mayor inflación, sino
en crecimiento económico y en creación de empleo.
Se puede estar o no de acuerdo con estos
planteamientos, pero lo que no parece de recibo es cercenarlos y asumir
exclusivamente una parte ─la que nos interesa─, porque lo único
que se consigue con ello es acabar defendiendo posiciones absurdas. La razón
del error se encuentra en no considerar el coste de oportunidad de reducir los
tributos, como si los recursos orientados a tal fin descendiesen del cielo.
Porque si no se quiere aumentar el déficit público, es evidente que los fondos
destinados a la rebaja impositiva no pueden asignarse a otras finalidades como
pensiones, desempleo, obra pública, etcétera, con lo que el efecto expansivo o
contractivo dependerá tan solo de cuál sea la mayor o menor virtualidad de
estas partidas a la hora de expandir la actividad económica. No parece que el
recorte de impuestos a los empresarios y a las clases altas sea la medida que
disfrute de ventaja en esta comparación, tanto más cuando se supone que evitar
o no la recesión va a depender del comportamiento del consumo. Habría que
preguntarles por qué no proponen estimular la actividad económica incrementando
la cobertura y cuantía del seguro de desempleo, aumentando el importe de las
pensiones públicas, dedicando más dinero a la sanidad o realizando más obra
pública.
En cuanto a la explicación de que se reduce
el fraude, resulta bastante ridícula y difícil de creer. Mientras el nivel de
los impuestos sea considerable, y no puede ser de otra forma en una sociedad
moderna, siempre existirá incentivo para defraudar y se defraudará si la
conciencia fiscal de la sociedad y la administración tributaria no lo impiden.
El argumento sería similar al de propugnar la abolición del Código Penal con el
fin de acabar con la delincuencia.
Por supuesto que en ese tartufismo político y económico
nadie confesará que la finalidad de rebajar los impuestos es favorecer a los
colectivos de ingresos elevados. Todos asegurarán que quieren beneficiar a las
clases bajas y medias, pero lo cierto es que los impuestos que se reducen o se
pretenden eliminar son los progresivos y los que afectan a las rentas de
capital y a los empresarios: IRPF, impuesto de sociedades, de patrimonio, de
sucesiones. Es significativo que todas estas reformas conciten el aplauso de
las fuerzas económicas y empresariales. Hay que ver cuántos benefactores de los
pobres existen.