Efectos
de una mayor inflación
No existe novedad en afirmar que el discurso
económico, hoy, se encuentra plagado de sofismas. Hay planteamientos que
resultan bastante difíciles de explicar. Por ejemplo, por qué cuando se produce
una desviación en el objetivo de inflación todo el mundo se apresura a echar
cuentas acerca del impacto que va a tener en el gasto público pero nadie se
pregunta acerca del ingreso.
En el último mes han sido muchas las informaciones
y comentarios que han incidido sobre este tema, pero todas en la misma
dirección. Se ha dicho, por ejemplo, que el gasto en pensiones se incrementaría
en 200.000 millones de pesetas, como resultado de aplicar el compromiso legal
de mantener el poder adquisitivo de los pensionistas, es decir, de elevar la
cuantía de las prestaciones económicas en el mismo porcentaje en que se
incremente definitivamente el IPC a lo largo del año.
Hasta aquí rigurosamente exacto. Lo que ya
no es tan exacto es que esto represente un problema para el Estado y mucho
menos que ponga en peligro el fondo de reserva de la seguridad social o
dificulte la posibilidad de que las pensiones mínimas se incrementen por encima
del crecimiento de los precios, como igualmente se ha escrito y dicho. Los que
así razonan se olvidan - no sé si queriendo o sin querer- de que la desviación
en el objetivo de inflación también afecta y en mayor medida a los ingresos; en
consecuencia, que los precios crezcan por encima de lo previsto podrá tener sin
duda repercusión negativa para la economía pero no para el equilibrio
presupuestario. Las cuentas públicas, al menos a corto plazo, salen
beneficiadas. Mientras que en el gasto público apenas algunas partidas están
indiciadas, en el ingreso son casi todos los conceptos los que siguen la
evolución del PIB nominal, incluso muchos de los impuestos tienen una
elasticidad superior a la unidad.
En el fondo lo que en materia presupuestaria
se produce es un cierto fraude. Los impuestos y demás ingresos se actualizan
automáticamente con la inflación, en cambio la actualización de las partidas de
gasto, al ser éstas limitativas, depende de las leyes y de la voluntad
política, lo que se efectúa de manera cicatera en escasos conceptos casi
exclusivamente en el capítulo de las pensiones. El Estado recauda mucho más,
pero no eleva los sueldos de los empleados públicos que ven descender su
capacidad de compra. Y la mayor recaudación tampoco tiene efectos sobre otros
créditos como los de sanidad o los de inversión, cuyo gasto en términos reales
se reducirá.
El fraude se convierte en estafa cuando los
presupuestos se elaboran ya a conciencia sobre una previsión de inflación
infravalorada y que se sabe que en ningún caso se va a cumplir. Se reduce el
salario en términos reales de los funcionarios, se juega mezquinamente con el
dinero de los pensionistas reteniéndoles recursos que les pertenecen, y se
anuncian incrementos en los gastos sociales o las inversiones muy superiores a
los que en realidad se van a producir. Lo único que de verdad aumentará son los
ingresos.
Así se han elaborado las cuentas públicas
del año 2001, sobre unas previsiones de inflación del 2% que sólo se cree el
gobernador del Banco de España, y eso porque de alguna forma tiene que
agradecer su nombramiento. Tal vez aquí esté el secreto del milagroso déficit
cero. Aquí y en la contabilidad creativa e ingeniería financiera que Bruselas
continúa permitiendo. El día que pretendan retornar a la ortodoxia de las
cifras va a ser el llanto y crujir de dientes.
El discurso sesgado y chapucero también
funciona cuando se pretende analizar el impacto que las mayores tasas de
inflación tienen sobre la cuenta de resultados de las empresas. ¡He aquí
paradoja! se afirma que los empresarios tendrán que hacer frente a un coste
adicional que supone la revisión de los salarios. De forma subliminal se vierte
la idea de que la situación de los empresarios empeora. Pero nadie hace
referencia al origen del problema: que los precios han crecido más de lo
previsto; y nadie afirma, por supuesto, que los precios los fijan los
empresarios. Sus ingresos globales como colectivo se
incrementarán de acuerdo con la inflación real y no con la prevista; en cambio
serán sólo algunos trabajadores los que gocen de cláusula de revisión en sus
salarios. En el año 2000 el 28% carece de ella, el 9% la tiene parcial y para
el 31% la revisión no tendrá carácter retroactivo y se aplicará tan sólo para
el próximo año. La desviación en el objetivo de inflación, lejos de perjudicar
a los empresarios como colectivo, los beneficia incrementando sus ganancias.
Son los trabajadores los que saldrán claramente perjudicados.
Pero, el colmo del despiste económico en
esta materia se encuentra en la brillante conclusión que leí en un diario
económico. Señalaban su inquietud porque, como resultado de la mayor inflación,
se va a poner en manos de los ciudadanos, entre pensiones y salarios, 600.000
millones de pesetas que se convertirán de inmediato en estímulo al consumo.
Esta forma de razonar es hoy típica en nuestra maltratada disciplina:
preguntase por el impacto de una determinada variable haciendo abstracción de
cualquier otra y suponiendo que nada ha cambiado; incluso, suponiendo, como en
este caso, que no se ha producido el hecho que ha dado lugar a la variable cuyo
impacto queremos analizar. Si colocamos 600.000 millones en manos de la
población es porque los precios se han incrementado en mayor medida. Para
hablar de estímulo al consumo hay que hacerlo en términos reales, y en términos
reales los ingresos de pensionistas y los salarios se han visto reducidos a
causa de una mayor inflación. Es decir, su capacidad de compra ha disminuido,
una bonita fórmula de estimular el consumo.
Pero, por escribir que no quede. Cualquier
discurso parece aceptable con tal que llegue a las conclusiones convenientes,
convenientes para los de arriba, claro.