Paro sumergido

El pasado viernes, el Consejo de Ministros aprobó el Plan contra el empleo sumergido. La economía sumergida incluye mucho más, el dinero negro y el fraude fiscal, pero de esto parece que no se quiere hablar, es mejor ignorarlo. El plan significa el borrón y cuenta nueva para los empresarios que, de aquí al 31 julio, regularicen la situación de sus trabajadores. El ministro de Trabajo ha reiterado de manera machacona que no se trata de una amnistía. Tanta insistencia quizá sea prueba de lo contrario. Durante estos tres meses, los empresarios podrán tener a sus trabajadores sin darles de alta en la Seguridad Social y sin miedo a sanción alguna.

 

Con todo, el problema mayor radica en que seguramente el plan no servirá para nada. Es difícil que, sin una inspección eficaz, el aumento de la cuantía de las sanciones produzca por sí mismo resultados. Y teniendo en cuenta cuál ha sido la política depredadora de este Gobierno con respecto a la Administración, es fácil suponer en qué estado se encuentra la Inspección de Trabajo.

 

Por otra parte, asombra la contundencia con que se pretende sancionar al trabajador que simultanee el cobro del seguro de desempleo con alguna labor suplementaria. Es superior, incluso, a la del empresario que no da de alta a sus trabajadores en la Seguridad Social. La cuantía del seguro de desempleo es, casi siempre, exigua e insuficiente para mantener las necesidades de una familia por lo que a menudo al parado no le queda más remedio que intentar completar la prestación con algún otro tipo de ingreso.

 

El rigor empleado para castigar este pequeño fraude contrasta con la indulgencia con que se trata a los grandes defraudadores fiscales, o a los que eluden sus obligaciones tributarias. Caso especialmente bochornoso lo constituyen las SICAV, sociedades de capital variable que cuentan con un beneficioso régimen fiscal por tratarse, al igual que los fondos de inversión, de entidades de inversión colectiva. El problema radica en que los grandes patrimonios de este país utilizan, con evidente fraude de ley, testaferros para trasformar estas entidades de sociedades de inversión colectiva en sociedades patrimoniales de una sola persona o, como mucho, de una familia.

 

Tal utilización fraudulenta debería llevar acarreada la pérdida del régimen fiscal favorable y así lo estimó la Inspección de Hacienda, pero –para que esta no siguiese adelante con sus actuaciones– se retiró, hecho insólito, la competencia a la Administración Tributaria para asignársela a la Comisión Nacional del Mercado de Valores en la creencia, como así ha sucedido, de que sería más permisiva con las irregularidades fiscales.

 

No se sabe si el Gobierno, al aprobar el Plan contra el empleo sumergido, ha tenido en mente la idea de que las cifras de paro que arroja la Encuesta de Población Activa no son reales debido a la existencia de un volumen importante de empleos ocultos. Lo que parece más probable, por el contrario, es que haya un porcentaje de paro encubierto mediante la fórmula de subempleo o de trabajo autónomo. En la situación actual, y dadas las necesidades que sufren los trabajadores, es lógico que estos estén dispuestos a aceptar empleos a tiempo parcial o que, a falta de un puesto de trabajo, tengan que ejercer de autónomos en condiciones muy precarias y sin que pueda considerarse su labor un verdadero empleo. Este último caso se ve además propiciado por las externalizaciones que muchas de las empresas hacen de sus funciones para aligerar su plantilla y sus obligaciones laborales.

 

Hoy son legión los trabajadores que no ocupan un puesto en la plantilla de la empresa para la que trabajan, que no tienen sueldo fijo y que intentan obtener algunos euros de las escasas comisiones que consiguen. Afirmar que están empleados es puro eufemismo. Si se trata de emerger, no sería mala cosa que en las estadísticas emergiese el paro encubierto y disfrazado de pseudoempleo.