Los
efectos del desempleo
Los medios de comunicación contrarios al
Gobierno y proclives al PP se afanan en evocar manifestaciones de Zapatero que
contrastan con la realidad económica actual, tales como aquella de que estábamos
a punto de alcanzar el pleno empleo. Bien es verdad que desde el PSOE podrían
replicarles con bastante facilidad recordándoles aquellos eslóganes repetidos
por los gobiernos de Aznar de que se habían terminado los ciclos, en su
creencia de que habían inventado el crecimiento perpetuo.
Unos y otros han vivido en materia económica
estos doce últimos años en un mundo de ensueño, sin percatarse de los profundos
desequilibrios que se iban acumulando, y suponiendo que se podía crecer
indefinidamente a crédito, o que el empleo creado era estable y no iba a
desaparecer tan pronto como surgiesen las primeras dificultades económicas. La
profunda desregulación laboral llevada a cabo en casi todos los países está
transmitiendo la crisis de una manera casi automática al mercado laboral. No
puede extrañarnos que países como EEUU o España, en los que la desregulación es
mayor, se sitúen también a la cabeza en la destrucción de puestos de trabajo.
Contrataciones precarias y temporales, externalizaciones de los servicios y
facilidades en los expedientes de regulación de empleo allanan la tarea. EEUU
ha perdido, durante 2008, dos millones seiscientos mil puestos de trabajo, el
peor dato después de la Segunda Guerra Mundial. En España, la cifra de parados
ha aumentado en un millón en el mismo periodo.
El efecto más inmediato del desempleo es
social, el drama humano que representa para una gran cantidad de familias,
especialmente cuando la cobertura es deficiente. En nuestro país, la tercera
parte de los parados carece de toda prestación, incluso del subsidio de
quinientos euros mensuales. En realidad, el número es mayor si tenemos en
cuenta que la externalización y el propio desempleo obligan a muchos
trabajadores a registrarse como autónomos, en cuyo caso no perciben prestación
alguna. Por otra parte, muchas empresas de reducida dimensión, jugando con el
anonimato, bien sea por falta de liquidez bien por picaresca, dejan simplemente
de pagar a sus trabajadores sin darles ni siquiera el finiquito, lo que impide
que puedan darse de alta en el INEM y se vean forzados a acudir a los
tribunales, con los consiguientes gastos judiciales y con demoras que la
mayoría no puede soportar.
Pero el paro también tiene un efecto
económico. El paro se autoalimenta, engendra paro y cierre de empresas, deprime
el consumo y la demanda, agravando así la crisis, con lo que se destruyen de
nuevo puestos de trabajo. Se entra en un círculo vicioso de difícil salida.
Solo una actuación expansiva del sector público puede romper el nudo gordiano,
pero siempre que vaya en la buena dirección, que no puede ser otra que la de
incentivar la demanda. Por más beneficios fiscales o ayudas que se concedan a
las empresas, únicamente producirán y contratarán trabajadores si están seguras
de poder vender sus productos o servicios. Y, a la hora de incentivar la
demanda, pocas medidas pueden ser más eficaces que la de incrementar la
cobertura y la prestación del desempleo.