El
pecado original de la izquierda
El acuerdo tripartito para el gobierno de Cataluña
ha puesto sobre el tapete una pregunta: ¿se puede ser de izquierdas y
nacionalista al mismo tiempo? Si revisamos la Historia, la respuesta parece
bastante evidente. La izquierda siempre ha proclamado su vocación
internacional, pero en la práctica, a menudo, ha asumido la causa nacionalista.
Es más, fueron en gran medida las posiciones nacionalistas las que la
dividieron durante las grandes contiendas mundiales y originaron sus mayores
crisis. Otras veces, por ejemplo en plena época colonial, era precisamente la
coherencia ideológica la que obligaba a abrazar el nacionalismo.
En nuestro país, la crítica radical a toda autoridad
y la desconfianza hacia el Estado condujeron a una parte muy importante de la
izquierda a inclinarse por el federalismo; en versiones más extremas, por el
cantonalismo, e incluso por posiciones casi comunales. El juego político,
basado en la alternancia de partidos burgueses y en el caciquismo, marginaba a
los movimientos populares y a la izquierda. No es extraño por tanto que parte
de ésta –en algunos sitios como Cataluña casi en su totalidad- se recluyese en
el sindicalismo y en el anarquismo adoptando aptitudes apolíticas, y
considerando que cuanto más dividido estuviese el poder político, mejor.
Esta
desconfianza ante el Estado se vio mantenida e incluso acrecentada durante la
dictadura. El Estado era franquista y opresor, opresor no sólo de las
libertades individuales sino también de las de los pueblos. La lucha, la
resistencia, eran en primer lugar frente al poder político, frente al Estado.
Tales
recelos pueden tener su razón de ser ante un Estado liberal, y por supuesto
ante regímenes dictatoriales, pero carecen de todo sentido cuando se trata de
un Estado social y democrático de derecho. A una parte de nuestra izquierda le
cuesta comprender que el único contrapeso posible al poder económico y a las
desigualdades que derivan del mercado se encuentra en el Estado. Bien es verdad
que hoy en día estamos en presencia de un proceso involutivo que pretende
retrotraernos al Estado liberal, pero la forma de combatirlo nunca puede estar
en propugnar menos Estado, sino en, por el contrario, reclamar más Estado; la manera
de superarlo jamás podrá centrarse en un proceso disgregador que trocea el
Estado en comportamientos estancos.
El Estado
constituye el único ámbito en el que, mejor o peor, se cumple el juego
democrático, y en el que resulta posible establecer contrapesos al poder
económico. Cuanto más reducido sea dicho ámbito en una época de globalización,
más difícil será que cumpla dichas funciones y mitigue las desigualdades del
mercado. En la actualidad, se produce un proceso asimétrico con direcciones
contrapuestas: mientras se pretende la internacionalización de la economía, se
busca que la soberanía política quede confinada en contornos progresivamente
más estrechos. En este nuevo marco, el poder político tendrá cada vez más
dificultades para limitar al poder económico, haciendo prácticamente imposible
la instrumentación de cualquier política económica de izquierdas.
Es lógico que a la derecha no le molesten
excesivamente tales planteamientos. Los que desde ella se oponen lo hacen no
tanto por motivos económicos, sino ideológicos, de patriotismos ideáticos, pero
lo que resulta más incomprensible es que buena parte de la izquierda se deje
enredar en estas trampas. No existe ninguna contradicción en que la izquierda
abrace la causa de las naciones o de los pueblos pobres y oprimidos por la
dominación colonial; pero cuando en Estados teóricamente avanzados, como Italia
o España, el nacionalismo surge en las regiones ricas, enarbolando la bandera
de la insolidaridad frente a las más atrasadas, la izquierda difícilmente puede
emparejarse con el nacionalismo sin traicionar sus principios. En este ámbito,
izquierda y nacionalismo son conceptos excluyentes.
¿Cómo mantener que la Italia del norte, rica y
próspera, es explotada por la del sur que posee un grado de desarrollo
económico bastante menor? ¿Cómo sostener que regiones tales como Extremadura,
Andalucía o Castilla la Mancha oprimen a otras como Cataluña, País Vasco o
Navarra? ¿Puede la izquierda dar cobertura al victimismo de los ricos? ¿No
resulta contradictorio escuchar a una fuerza que pretende ser progresista
quejarse del déficit fiscal de Cataluña?
Las regiones con renta superior a la media tales
como Cataluña, Madrid o Baleares contribuyen al erario público en mayor medida
que la que reciben, y por el contrario las Comunidades con ingresos inferiores
obtienen una cantidad mayor que la que aportan, pero ¿no está precisamente ahí
el núcleo del Estado social y de la política redistributiva en las finanzas
públicas? ¿De qué extrañarse? Y, sobre todo, ¿cómo criticarlo desde la
izquierda? La redistribución regional es mera consecuencia de la redistribución
personal y cuanto más progresista sea un sistema fiscal y presupuestario,
mayores serán las transferencias que fluyen de los ricos a los pobres, bien
sean personas o regiones. ¿Podemos imaginar a Botín, a las Koplowitz
o a Amancio Ortega quejándose de que tienen un balance fiscal negativo?
No son los
pueblos o las Comunidades Autónomas los destinatarios de los impuestos y los
perceptores de prestaciones y servicios públicos, sino las personas. La equidad
no se mide por si los riojanos pagan más o reciben menos que los gallegos, sino
por si dos personas con la misma renta pagan lo mismo y tienen los mismos
derechos, sean catalanes, vascos o madrileños.
Es evidente
que el proceso autonómico ha ido distorsionando esta realidad. Y que por las
especiales circunstancias políticas de la Transición, de la que no estuvo
ausente ese pecado original de la izquierda, se aceptó en la Constitución lo
que de ninguna manera se debería haber admitido, que dos Comunidades Autónomas,
País Vasco y Navarra, gozasen de una situación fiscal privilegiada, los
conciertos. En un Estado moderno los privilegios no tienen cabida, sólo los
derechos, de los que todos deben participar en igual medida. Durante el Antiguo
Régimen los derechos adquirían la forma de privilegios, fueros, que eran
arrancados por algunos -bien fuesen señores feudales, ciudades o territorios- a
los monarcas. Otorgados, se decía. Pero ya no existen monarquías absolutas y hace
mucho tiempo que el erario público se diferenció radicalmente del erario de la
corona. Hablar de derechos históricos es un anacronismo, anacronismo peligroso
que podría conducir a situaciones tan disparatadas como la de permitir que
perdurase el derecho de pernada.
La
pretensión de extender los conciertos vasco y navarro a otras Comunidades
-curiosamente las ricas- es romper radicalmente el Estado social. Algunos
procuran edulcorar el tema hablando de otros mecanismos de solidaridad. No
funcionarán o funcionarán deficientemente. El ejemplo más palpable de ello es
la Unión Europea. La contribución por países en lugar de personal y el sistema
de fondos interterritoriales, por pequeña que sea la virtualidad redistributiva
de éstos, genera todo tipo de reacciones en contra por parte de los
contribuyentes netos. La contradicción de un sector de la izquierda española
radica en que al tiempo que reclama una hacienda pública y un presupuesto europeos, pretende trocear la hacienda pública española.
Existe
cierta confusión, posiblemente querida, cuando se proyecta la creación de una
agencia tributaria en las Comunidades Autónomas. Todas tienen ya su
administración fiscal. Si lo que se propone es darle la forma de agencia, se
trata de un tema menor, puramente administrativo. Cada Autonomía es muy dueña
de adoptar la estructura administrativa que prefiera. Pero me temo que cuando
se anuncia a bombo y platillo, otra es la propuesta, aun cuando se juegue con
una ambigüedad intencionada. Lo que se reclama en realidad es la recaudación
por la Comunidad de todos los tributos, un sistema de financiación tendente al
del País Vasco o al de Navarra. Lo único sorprendente es que se pueda exigir
desde Andalucía. Bien les iba a ir a los andaluces si se llevase a cabo...
Las balanzas
fiscales pueden ser apropiadas para estudios académicos, pero no para
reivindicaciones políticas, y menos aún desde la izquierda. Además, como todo
estudio académico, muy relativo, con resultados dispares en función de quiénes
lo hacen y quiénes lo pagan. Los que hemos tenido responsabilidades en la
administración tributaria estatal sabemos bien que la delegación de Hacienda de
Madrid y la de Barcelona recaudan el 50% de todos los tributos, pero ello de
ninguna manera implica que los ingresos provengan de los ciudadanos de esas dos
capitales. En ellas están domiciliadas las grandes compañías e ingresan en esas
provincias tributos recaudados en toda España, por ejemplo el IVA y las
retenciones de sus trabajadores. Pero dicho esto, no hay duda de que por término
medio los madrileños, catalanes y residentes en Baleares pagan más que el resto
de los españoles; es simplemente el resultado lógico de que también su renta
per cápita sea mayor.
En cuanto a
la absorción de recursos, algunos victimismos están también totalmente fuera de
lugar. No es precisamente Cataluña la Comunidad que tiene motivos para
quejarse. La existencia de un partido nacionalista catalán, funcionando a
menudo como bisagra en el Parlamento español y en el que el Gobierno central
debía apoyarse, ha sido un permanente mecanismo de chantaje de cara a obtener
ventajas para la Generalitat. Barcelona, en concreto, con las Olimpiadas
consiguió tantos o más recursos públicos que Sevilla con la Expo.
Especial
mención merece el tema de las autopistas, capítulo que desde Cataluña se cita
siempre como factor de discriminación, y desde luego discriminación fue, pues
mientras otras partes de España sufrían unas carreteras tercermundistas, esta
Comunidad gozaba de fantásticas autopistas aun cuando fuesen de peaje, lo que
sin duda ha influido en el dispar grado de desarrollo de las regiones. Por otra
parte, lo que muy rara vez se dice es que esas autopistas costaron al erario
público bastante más que otras construidas con posterioridad. Dado el momento
en el que se acometieron y ante la ausencia de capital privado nacional, se
recurrió a la inversión extranjera no sin que antes el Estado español tuviese
que asegurar el riesgo de cambio que tras las permanentes depreciaciones
sufridas por la peseta ha representado durante muchos años un capitulo muy
importante del gasto público, aun cuando no figurase en el presupuesto y se
financiase directamente como recurso al Banco de España.
Resulta
difícil dudar de que la penetración de esa tendencia disgregadora territorial
dentro de Izquierda Unida ha constituido una gran
contradicción y causa de numerosos problemas tanto de cara al exterior, de
manera que su discurso fuese comprendido, como en el interior, a efectos de
mantener la mínima unidad indispensable en una fuerza política. El PSOE, por su
parte, parecía haberse librado de ese pecado original de la izquierda, salvo
por algunas veleidades del PSC contenidas siempre desde la dirección federal.
Los últimos acontecimientos están mostrando lo contrario. El discurso de
Maragall, sancionado por Zapatero, resulta bastante contradictorio con una
ideología progresista. Paradójicamente, se está permitiendo que el PP aparezca
ante la opinión pública como el único defensor del Estado, lo que sin duda
tiene bemoles, tras la política neoliberal aplicada y, lo que aun es más grave,
se está dando lugar a sustituir en el debate político los temas sociales y
económicos por los territoriales.
Los acuerdos de Cataluña y el
discurso asociado a ellos han podido permitir al PSC y a IC semigobernar
en la Generalitat, pero me temo que también han despejado toda duda, por si
alguna quedaba, acerca de quién ganará las próximas elecciones generales.