La presidencia
española
Da la impresión de que el Gobierno
español tenía grandes expectativas para este semestre en el que a España le
corresponde asumir la presidencia de turno de la Unión Europea. Moverse
y figurar en la esfera internacional puede ser un buen instrumento para
recuperar la imagen en el interior, bastante deteriorada tanto por la crisis
económica como por asuntos tales como el Estatuto de Cataluña.
La entrada en vigor del Tratado de
Lisboa ha venido a trastocar en buena medida estos planes. La existencia de una
presidencia permanente del Consejo reduce en parte el contenido de la
presidencia de turno. En realidad, este semestre, y es muy posible que incluso
el siguiente, la Unión
Europea estará enfangada en el acoplamiento competencial
entre las nuevas y las antiguas instituciones, lo que dejará poco tiempo para
otras tareas.
La ampliación a veintisiete países
(y potencialmente a treinta) sitúa a la Unión Europea frente
al reto de su funcionamiento. Al ser imposible la aprobación de la
Constitución, el Tratado de Lisboa, ha pretendido solucionar el problema
cambiando los sistemas de votación y creando nuevas instituciones. Está por ver si lo ha conseguido, o si más
bien se trata de parches que en el fondo nada solucionan. Los pronósticos no
son optimistas, desde el mismo momento en que los temas más importantes han
quedado blindados mediante la exigencia de unanimidad para su aprobación.
Resulta lógico que los Estados se
muestren reticentes a ceder determinadas competencias cuando son ellos los que
al final tienen que responder en los momentos de dificultad. Aquí radica el
problema de la Unión
Europea, en la carencia de una personalidad propia en el
sentido más metafísico del término, un sustrato que la haga consistente,
distinta e independiente de los propios Estados que la conforman. Eso en
la realidad política sólo lo otorga la posesión de unas finanzas públicas. Se
gozará de tanta más entidad cuanto más fuerte sea el presupuesto del que se disponga.
El de la Unión Europea
es ridículo, el 1,2% del PIB comunitario. Sin recursos propios, la Unión no
puede ser otra cosa más que una sombra parásita y condicionada a los países
miembros que la componen.
Europa, hoy por hoy, no es más que
una reunión de naciones, con el agravante de que éstas tienen características
muy distintas y, por lo tanto, en muchas ocasiones los intereses también son diferentes. La pretensión de una política económica
común se mueve en el ámbito de la irrealidad cuando la Unión Europea no la
puede llevar a cabo de forma directa por carecer de recursos e instrumentos y
debe ser acometida por los distintos Estados. Tampoco parece muy real que la Unión Europea en
cuanto tal pueda tener autoridad, según ha sugerido estos días Zapatero, para
obligar a los Estados a cumplir con determinados requisitos cuando en casi
todos los temas es insolvente y son los países miembros los que tienen que
asumir los costes.
La crisis económica ha dejado bien
a las claras las deficiencias que presenta la Unión Europea y su
incapacidad para dar una respuesta unitaria. Es difícil mantener una disciplina
común cuando son los Estados los que deben garantizar los depósitos bancarios,
acudir en ayuda de las entidades financieras y recabar los recursos para instrumentar
los planes de estímulo. Quien paga manda, y la Unión Europea no
puede pagar porque no tiene presupuesto. Complicado lo tiene para disciplinar a
los países miembros. Quizás lo consiga con los pequeños, pero desde luego no
con los grandes.