Doña
Letizia
Andan los del PP y sus adlátares -los peores siempre son los adláteres, esa
caterva de voces que desde las plataformas económicas exigen más y más medidas
conservadoras y retrógradas- un poco enervados a causa de los presupuestos del
Ayuntamiento de Madrid. Y es que Ruiz Gallardón ha dejado al descubierto la
falacia que se esconde tras ese manido eslógan de
bajar los impuestos. Tal y como no se cansó de repetir Esperanza Aguirre en la
última campaña electoral para la Comunidad de Madrid, no hay nada gratuito. Los
recortes fiscales, tampoco. Resulta muy popular, más bien empresarial, anunciar
la eliminación del Impuesto de Actividades Económicas. Pero lo que no se dijo
es cómo se pensaba compensar el descenso de recaudación de los Ayuntamientos.
Ruiz Gallardón ha sido el primero que ha querido o se ha visto obligado a
explicitarlo. Estaba cantado: subiendo el IBI, el Impuesto de Bienes Inmuebles.
O sea, que se reduce la tributación de los empresarios y se eleva la carga
fiscal del común de confesores, la de todos los ciudadanos que poseen una
vivienda. No sé por qué critican al alcalde de Madrid, se ha limitado a
continuar la dinámica iniciada por el Gobierno.
Tampoco sé por qué se critica a ese magistrado de
Cataluña cuya sentencia mantiene que el único culpable de la caída y posterior
invalidez de un obrero de la construcción ha sido él mismo por haberse
encaramado al andamio sin adoptar las medidas de seguridad pertinentes. Debería
haberse negado. El trabajador era libre para subirse o no subirse, para
trabajar o para no trabajar. ¿Por qué escandalizarse? El magistrado no ha hecho
más que aplicar el concepto de libertad del neoliberalismo económico, el de la
ideología dominante que hoy se repite sin cesar en todos los medios. Concepto
de libertad del siglo XIX. El trabajador es libre para aceptar o no aceptar el
trabajo. Sobra, por tanto, toda la legislación laboral y demás regulaciones
públicas en la materia. Todo debe quedar a la libre contratación, al mercado.
Libertad para morirse de hambre. El buen magistrado de Barcelona al llevar al
extremo el concepto de libertad del neoliberalismo lo ha dejado en entredicho.
Pero todas
estas cosas carecen de importancia al lado de la noticia del año. Ni siquiera
los Estatutos de Autonomía y el País Vasco, que habían desplazado ya hace
tiempo de la actualidad a todos los problemas sociales y económicos, pueden
reclamar ahora algún protagonismo. Hoy no hay sitio en la prensa para otra cosa
que no se llame Letizia. Se ha construido todo un
tinglado servil y melifluo con la pretensión de convencernos de las excelencias
de la nueva prometida del Príncipe de Asturias. Todo para acallar la voz de los
monárquicos recalcitrantes que van a ver con recelo los orígenes plebeyos y la
condición de divorciada de la futura reina de España.
A mí, como
no soy monárquico, me parece estupendo que don Felipe de Borbón elija como
esposa a quien le dé la real gana. Sólo me pregunto por qué los españoles no podemos
elegir también como futuro jefe del Estado a quien mejor nos parezca. Andan
todos los medios de comunicación ocupados en hacer encuestas preguntando a los
ciudadanos si están de acuerdo con la futura reina, pero nadie nos consulta
acerca del futuro rey.
En un
aluvión de adulaciones y lisonjas se afirma que este enlace moderniza la
Monarquía. La cuestión es si es posible la modernización en una institución que
por esencia es irracional, mítica, rancia, vetusta, obsoleta y arcaica o, más
bien, si al tratar de modernizarse no es cuando se constatan sus contrasentidos
y queda en nada. Es como poner un ministro en calzoncillos, que nos quedamos
sin ministro. Ya decía aquel que no hay hombre grande para su mayordomo.
Que las
contradicciones comienzan a aflorar parece bastante evidente. Hay quien ya se
cuestiona que la Constitución española defina algo tan injusto en contra de la
igualdad como el hecho de que los varones tengan primacía sobre las hembras en
la línea de sucesión y recomienda modificar la norma suprema en este aspecto.
Lo malo es que, puestos a encontrar discriminaciones, habrá quien se preguntará
por qué los Borbones van a tener preeminencia sobre
los Rodríguez, los Martínez o los Sánchez, a la hora de ser designados jefes
del Estado, o por qué todos somos iguales ante la ley salvo el rey que es
irresponsable penalmente. Puestos a reformar la Constitución, por qué no
instauramos de una vez la República y eliminamos la Monarquía, causa de todas
estas discriminaciones.
No faltará quien diga que no es
monárquico sino juancarlista, a este rey le debemos mucho, y sacarán
a colación lo del 23 de febrero o lo de la Transición. Ni entro ni salgo a
juzgar méritos o agradecimientos. Serán muchos los españoles que pensarán que
en cuanto a la instauración de la democracia también debemos mucho a Suárez y a
nadie se le ha ocurrido, sin embargo, proponer que fuese presidente del
gobierno vitalicio y menos aún que ese cargo fuese hereditario. No se juzgan
personas sino instituciones, y la Monarquía es de las más irracionales y
anacrónicas. Quien defiende que funciona mejor que la República, en realidad es
de la democracia de la que desconfía. Doña Letizia,
sin pretenderlo, hace patentes las contradicciones de la Monarquía.