España
no es católica
Con frecuencia se ha
criticado aquella frase de Azaña: “España ha dejado de ser católica”. Se la ha puesto como ejemplo de un
fanatismo cándido y voluntarista que cree poder moldear la realidad social a su
antojo y conveniencia; pero aquel político español estaba muy lejos del
dogmatismo y de la simplicidad, tan lejos como cerca de ellos están los que dan
un sentido a la frase que Azaña nunca
pretendió.
El entonces presidente del Gobierno de
El sentido de la frase, por supuesto, era
otro. Evidenciaba tan sólo que
Aquella noche histórica del 13 de octubre de
1931, con la pretensión de que el Estado español dejase de ser católico, tan
sólo se adoptaban -eso sí, por primera vez en nuestro país- los presupuestos
del Estado liberal, que resultan totalmente incompatibles con el Estado
confesional. Sociedad política y confesión religiosa pertenecen a mundos
distintos. La primera pertenece al ámbito de lo público, de lo coactivo. Nadie
puede desentenderse de las leyes civiles y a todos obligan por igual; por lo
que éstas deberán tender al mínimo, únicamente aquéllas imprescindibles para
Quiéranlo o no los señores obispos, ahora el
Estado español tampoco es católico, confesional, por lo que no pueden aspirar a
que su verdad, su moral y sus normas se trasformen en leyes de obligado
cumplimiento para católicos y no católicos. Impónganlas en buena hora a sus
fieles, si es que se dejan, porque quizás su drama radica precisamente en eso,
en que, aun cuando hay muchos que se definen como católicos, son pocos los
dispuestos a seguir las reglas de
El Estado español es aconfesional y, por
tanto, no parece que exista obligación alguna -ni siquiera que sea conveniente-
de que el presidente del Gobierno, en su
condición de tal, asista a actos religiosos, por mucho que los presida el
supremo líder de una determinada confesión. Discrepo en muchas cosas de
Zapatero, pero no veo ningún motivo censurable en su ausencia de la eucaristía
celebrada por Benedicto XVI el domingo pasado en Valencia. Como expresión de
cortesía y si se quiere de buenas relaciones diplomáticas con un jefe de Estado
extranjero (dualidad equívoca, y ambigüedad peligrosa), es suficiente con que
el presidente del Gobierno haya recibido al Papa en el aeropuerto, y que lo
haya visitado en el palacio episcopal.
Este comportamiento es tanto más lógico en cuanto que toda la visita papal se ha proyectado por los organizadores como
acto militante en contra de la política gubernamental. Bien es verdad que el
Papa al final no se ha prestado a ello, pero no cabe demasiada duda de que los
actos se habían programado con carácter poco universal, más bien con un
maridaje casi total con un determinado partido y los grupos más conservadores
del catolicismo español. La pitada y los
abucheos que recibió el presidente del Gobierno a la entrada del palacio
episcopal indican a las claras
lo que le esperaba de haber asistido a la celebración eucarística.
El Estado español no es confesional, no es
católico, por ello está poco justificado que con dinero público se financien
acontecimientos religiosos. Existe la sospecha de que