Resulta
irónico, aunque
tendríamos que hablar más bien de
dramático e indignante. La economía argentina
está sin pulso, con cuatro
años sucesivos de recesión,
tasas negativas del PIB,
y lo único
que se le
ocurre al
FMI es
recomendar un nuevo ajuste, que debe
ser ya el noveno
o el décimo.
Cada
ajuste que se practica, amén
de incidir negativamente sobre la gran mayoría
de la población,
mediante reducciones salariales, minoración de gastos sociales
e incremento del paro, deprime la
economía, contrae
la recaudación impositiva y vuelve
a crear un
gap fiscal, que
servirá a los talibanes monetaristas para
exigir un nuevo
ajuste, y vuelta
a empezar.
Aun siendo verdad que el sistema
fiscal argentino tiene enormes deficiencias y es incapaz de
asegurar la suficiencia recaudatoria, el problema
más grave e
inmediato de este país no
es de tipo
presupuestario sino de carencia de
divisas. Lo más preocupante no es el
déficit fiscal sino el exterior, y el quebranto en las
reservas. Por otra parte, resulta difícil hablar de ajuste cuando
el servicio financiero de la deuda representa
la mitad del
gasto público.
A lo
largo de estos
años, el déficit
fiscal se ha movido entre el
1 y el
3% del PIB, niveles muy aceptables
para una economía que se encuentra en recesión, y el stock
de deuda pública no sobrepasa el
60% del PIB, cifra inferior a la que
mantienen bastantes
naciones desarrolladas. Curiosamente,
Argentina era de los pocos
países que cumplían todos los criterios
de Maastricht.
La mayor
calamidad de Argentina ha sido tener
al frente de
su economía, como ministro,
a un prosélito y adalid del monetarismo.
Su mayor desgracia,
hacerse acreedor a que todos los
organismos internacionales y órganos de
emisión de la cultura neoliberal le
pusiesen como ejemplo para las
economías emergentes. Su enorme error, haberse mantenido
con total sumisión, al igual
que México, a los dictámenes
impuestos por la ortodoxia. Su infortunio, la Ley de
Convertibilidad y haber establecido la paridad entre el peso y el dólar.
La apreciación que en los últimos años ha
experimentado el dólar y la negativa de Argentina a devaluar, ha conducido a un
peso sobrevalorado que hundía las exportaciones e incentivaba las
importaciones, creando el consiguiente desequilibrio en la balanza de pagos;
desequilibrio que durante algún tiempo ha podido paliarse a través de las
divisas que entraban por las privatizaciones, pero que una vez terminadas éstas
han dejado al descubierto el problema.
La venta de
todas las empresas
públicas sólo ha servido para
retrasar los efectos negativos derivados de la
convertibilidad, al tiempo que
se ponían en
manos extranjeras actividades estratégicas, muchas de
ellas oligopólios naturales.
La irrealidad
del cambio oficial del peso
ha originado la especulación, en su contra, de los mercados,
con la consiguiente
evasión de capitales. Se
calcula que ésta ha alcanzado
en el último año una cifra
próxima al valor global de
la deuda exterior.
Antes o después, Argentina se verá obligada a devaluar su moneda, por traumático
que sea.
Domingo Cavallo ha
pretendido retornar al pasado,
resucitar el sistema de patrón oro, sólo
que sustituyendo el oro por el dólar, pero
renunciado, igual que entonces, a realizar su propia política monetaria. El
pasado se repite y los errores también. Ya nos hemos olvidado de los argumentos que Keynes utilizó tras la primera
guerra mundial, y que de la
depresión económica del 29 sólo
se pudo salir
tras el abandono por Gran
Bretaña del patrón oro en 1931, y por EEUU en 1933.