¿Y
por qué no un déficit público mayor?
Resulta difícil
entender por qué la estabilidad presupuestaria se ha convertido en una especie
de tabú que nadie está dispuesto a violar. Se habla de postura ortodoxa, pero
¿desde cuándo la economía es una religión, con su correspondiente dogma, que es
necesario acatar?
Si hay alguna ciencia (por catalogarla de
alguna forma, aunque quizás le cuadraría mucho mejor la denominación de arte)
obligada a ser flexible y maleable esa es la economía, porque tiene que
adaptarse a las circunstancias y estas raramente se repiten. Lo que suele ser
conveniente en épocas de auge económico, puede ser contraproducente en momentos
de recesión. Un ejemplo clarísimo es el de las finanzas públicas.
Los datos de déficit o superávit tienen una
significación diferente según nos encontremos en una época de fuerte
crecimiento o de depresión. Ello es tan así que la teoría económica ha acuñado
un concepto que, si bien tiene su origen en el keynesianismo, ha terminado por
ser utilizado por todo el mundo, el de los estabilizadores automáticos.
Consisten en una serie de magnitudes que ─ se supone ─ varían sin intervención discrecional
de los gobiernos, al unísono del ciclo económico. La recaudación de la mayoría
de los impuestos crece mucho más en los tiempos de prosperidad económica que en
los de crisis y, a su vez y en sentido contrario, en momentos de dificultades
económicas deben dispararse los gastos sociales, en especial el subsidio de desempleo.
Tanto el vicepresidente económico como el
gobernador del Banco de España han declarado que es conveniente dejar actuar a
los estabilizadores automáticos, sin adoptar medidas discrecionales. Es decir,
permitir que el déficit sea el que tiene que ser. Por eso resulta
contradictorio que, poco después, hayan defendido la necesidad de ajustes en el
gasto público o, lo que es lo mismo, medidas para compensar y restringir la
actuación de los estabilizadores automáticos. Dejar actuar a estos no solo es
oponerse a medidas tales como subvencionar a los transportistas o ayudar a los
constructores, sino también a los ajustes presupuestarios de todo tipo. Hay que
preguntarse si la forma de luchar contra la crisis económica no es precisamente
la de mantener una actuación expansiva del sector público, lejos de esa
política de austeridad que, con un sentido casi monacal, predican algunos
políticos. En un momento en que la iniciativa privada se encuentra bajo
mínimos, al sector público le incumbe compensarla con medidas expansivas o, al
menos, dejando actuar a los estabilizadores automáticos.
Por otra parte, sería conveniente ponerse de
acuerdo sobre el concepto de estabilidad presupuestaria. Al igual que la
estabilidad de precios no consiste en mantener en todo momento una tasa de
inflación cero, tampoco la estabilidad presupuestaria debe consistir en
mantener un déficit cero en cualquier época. En ese sentido, la ley aprobada
por el Gobierno Zapatero ha sido mucho más coherente que la que en su momento
elaboró el Gobierno del PP, ya que entiende la estabilidad presupuestaria como
una tendencia a lo largo del ciclo económico en el que se compensen los
déficits (en épocas de crisis) con los superávits (en momentos de auge).
La segunda conclusión es que a la hora de
juzgar la estabilidad presupuestaria habría que atender más al stock de deuda
pública que al déficit. El objetivo podría consistir en hacer que esta última
variable oscilase alrededor de un porcentaje determinado del PIB, lo que puede
conseguirse sin necesidad de tender al déficit cero ya que el PIB nominal
también se incrementa año a año. Supongamos que el porcentaje de referencia es
el marcado por Maastricht del 60%, y que el crecimiento medio anual en términos
nominales sea del 4% ─tasa más bien exigua
para España con un potencial de crecimiento mayor─; unos sencillos cálculos nos indican
que el déficit público podría oscilar alrededor del 2,4% (en momentos de
recesión más y en períodos de auge menos), sin que el porcentaje sobre PIB de
la deuda pública se alejase tendencialmente del 60%.
Nuestro país cuenta con un margen
significativo en materia de finanzas públicas. Es cierto que el margen sería
bastante mayor si en las etapas de auge económico no se hubieran llevado a cabo
diversas reformas fiscales con un alto coste para el Tesoro Público. Pero, así
y todo, el stock de deuda pública no llega al 36% del PIB, mucho más bajo que
el porcentaje del 60% establecido en Maastricht.
Durante los pasados meses, el Gobierno no ha
parado de afirmar que estábamos en mejor situación que el resto de los países
europeos gracias a unas finanzas públicas muy saneadas. Era mentira y verdad.
Mentira, porque nuestra situación era bastante peor debido al endeudamiento
privado, al déficit exterior y a la burbuja inmobiliaria. Verdad, porque
nuestras finanzas públicas estaban saneadas, pero ¿de qué nos sirven si, presos
de un dogmatismo mal llamado ortodoxo, nos negamos a utilizarlas? Países como
Francia y Alemania no han dudado en permitir en los momentos críticos un
déficit elevado, superior incluso al 3% establecido como límite por