Un
año después
Parece obligado escribir hoy acerca del 11 de
septiembre. Escribo para declarar que no me gusta escribir sobre ello. Escribo
para renegar de esa idea que, con cierto papanatismo, se repite sin cesar: el
11 de septiembre marcó la historia, ya nada será igual. Hay quien, en el colmo
de la petulancia, ha afirmado que el 11 de septiembre nunca más volverá a ser,
mientras perdure la civilización, un día de felicidad. Para la humanidad en su
conjunto pocos son los días felices. ¿Por qué damos por hecho que sólo sufren
los ricos?
El 11 de septiembre del 2001 New York vivió una
enorme tragedia, se cometió una atrocidad, una salvajada, pero ¿cuál es el día
que en una u otra parte del planeta no se da una tragedia de proporciones
similares e incluso mayores? Varios miles de personas inocentes murieron en las
Torres gemelas, pero ¿cuántas muertes causa diariamente en el tercer mundo la
desnutrición, la falta de higiene o de agua potable, o la ausencia de
medicamentos? Cuarenta mil niños fallecen de hambre en el mundo cada jornada.
¿A qué número se elevan las víctimas inocentes del bloqueo ejercido sobre Irak?
¿Acaso sólo los muertos norteamericanos o europeos son merecedores de luto?
Hubo en
1973 otro 11 de septiembre. Allá en Chile, los que ahora son víctimas fueron
verdugos, y puestos a ser grandilocuentes, aquel día también cambió la
historia, al menos para América latina. Se abortó la posibilidad de que los
países del hemisferio sur americano se adentrasen por la senda de la justicia y
de la democracia.
Se cumple
un año del atentado de las cumbres gemelas y pocos hasta ahora, a pesar de la
tinta vertida, han sido los que se han preguntado el porqué. ¿Qué
circunstancias económicas, sociales y políticas abonan el campo para que en
ciertas sociedades se extienda cada vez más una ideología tan insana como la
del fundamentalismo islámico? Cualquier terrorismo puede tener mucho de
demencia criminal, pero reducir su análisis exclusivamente a este aspecto es
una postura simplista, que cierra de antemano la posibilidad de conocer sus
entresijos y por lo tanto de anularlo.
Tras el 11
de septiembre el gobierno norteamericano, lejos de enfrentarse de verdad al
problema, y preguntarse el porqué de ese antiamericanismo que recorre el mundo
asentado en lo profundo de las sociedades, por más que los gobiernos den a
entender otra cosa, optó por utilizar el terrorismo como coartada. Aprovechó el
envite para remover los sentimientos nacionalistas más oscuros, que siempre
anidan en las entrañas de un pueblo, para plantear una grotesca cruzada, tanto
más grotesca cuanto que el terrorismo es siempre difícil de localizar.
Pero es ese
carácter volátil del terrorismo el que hace tanto o más peligrosa la respuesta
americana. Le permite a Bush situar al enemigo allí donde le apetezca, y por
ello intervenir a sus anchas en el mundo, violando todas las convenciones
internacionales. La coartada es perfecta. Basta acusar como terrorista a un
país, incluirlo en el eje del mal, para justificar el ataque y la
invasión si fuese precisa. Antes fue Afganistán, ahora Irak.
El
terrorismo sirve también para ocultar las vergüenzas internas. Los enemigos
exteriores unen a los pueblos con sus gobernantes, y hacen que las sociedades
se olviden de los verdaderos problemas políticos, en especial de los económicos
y sociales. Bush pasó de ser un presidente en entredicho, cuestionado y
criticado, a líder indiscutible de la nación. Nadie le reprochó el fallo
estrepitoso de los servicios de inteligencia o los errores manifiestos en la
seguridad. Al contrario, su popularidad que rondaba un ramplón 51% llegó al 96%.
Por último,
aunque no menos importante, agitar el fantasma del terrorismo se convierte en
la excusa perfecta para el sueño conservador de restringir libertades y
garantías, potenciando hasta el límite el estado policía. La violación de los
derechos más elementales ha sido una constante este año en la actuación de la
administración Bush, dentro y fuera de EEUU. Aquél sobre quién se extiende la
sospecha de terrorista –y no olvidemos la imprecisión que muchas veces
caracteriza tal acusación– queda privado de todo derecho: tribunales militares,
falta de asistencia jurídica, tortura, detenciones indefinidas, deportaciones,
campos de concentración, cuerpos especiales de delatores, etc. Guantánamo quedará
gravado en la historia como una vergüenza de la humanidad.