Desobediencia
civil
Si fuese creyente y
amigo de los obispos, me apresuraría a decirles eso de “yo en su lugar no lo
haría, forastero”. Me temo que van a ser los señores prelados los que queden en
un mal lugar si continúan empeñándose en dar consignas, llamando a la
desobediencia civil al personal. Al final será evidente que nadie les hace
caso. Si quieren que perdure la ficción de que España es un país católico,
conviene que no lancen muchos órdagos.
Ése ha sido en buena medida siempre el drama
de
Prueba evidente del poco éxito que tienen
sus proclamas es que durante los cuatro años de mayoría absoluta de un partido
como el PP, en cuyas filas abundan los miembros del Opus Dei y de los
legionarios de Cristo, no se modificaron leyes como la del aborto o la del
divorcio, que entraban en abierta confrontación con la doctrina de
Lo que más me cuesta entender es la perra
que los prelados han cogido con lo de los matrimonios gays.
Que yo sepa, es algo voluntario. Esté tranquila la jerarquía eclesiástica que a
nadie se le va obligar a casarse, ni a los obispos ni a los católicos ni a los gays que no lo deseen. Por otra parte, nadie va a modificar
lo más mínimo el matrimonio canónico, que continuará rigiéndose por las
disposiciones eclesiales por muy trasnochadas que estén. ¿Qué les puede
importar lo que el Estado haga con el matrimonio civil, si para ellos en
cualquier caso -heterosexual u homosexual- es un concubinato y acto, por tanto,
de extrema perversidad? “Ley de la mancebía” la llamaron los obispos en 1870
cuando el gobierno liberal pretendió introducir el matrimonio civil derivado del
código napoleónico como contrato y complemento del canónico.
“En una nación católica no cabe el derecho
al error”, clamó tajantemente, en 1875 el arzobispo de Santiago ante el joven
rey Alfonso XII, que acababa de ser coronado, consiguiendo de éste que se
volviera a prohibir el matrimonio civil excepto para aquellos que no profesaban
la fe católica y restringiendo el carácter de hijos legítimos a los nacidos
exclusivamente del canónico.
“¿Hay forma de mayor arrogancia que la que
pretende desde el poder regular el derecho a la vida, el matrimonio, el
trabajo, la familia, la sociedad, la patria, como si Dios no existiese?”, ha
exclamado enfáticamente el cardenal Rouco. Por
supuesto que la hay, la de aquellos que se creen en posesión de la única verdad
por tener hilo directo con Dios, la de los que no se contentan con denunciar lo
que ellos consideran el error, sino que pretenden imponer al resto de la
sociedad su verdad de forma coactiva.
El Estado democrático, por el contrario, se
fundamenta en un principio más bien modesto, el del pluralismo y el de la
multiplicidad de verdades, y en la renuncia a dictaminar sobre ellas. Se basa
en conceder a los ciudadanos la mayor libertad posible y autonomía para que
cada uno siga su verdad, siempre que su postura no perjudique al resto de