Quien
rompe no paga
La semana pasada en Egipto se dieron cita 70
países en la conferencia de donantes para la reconstrucción de Palestina. Y van
cuatro en doce meses. París, Londres, Berlín y, ahora, Sharm el Sheij. Parece
un juego de despropósitos. Eso que se autodenomina comunidad internacional pone
dinero para la reconstrucción –en esta ocasión, 4.481 millones de dólares– e
Israel se encarga, acto seguido, de volver a destruir lo poco que se ha
construido.
En los últimos bombardeos de la operación
llamada Plomo fundido se han arrasado 4.000 casas y cerca de 1.000 fábricas,
aparte de, por supuesto, lo más importante, el coste de vidas humanas. La
reconstrucción y normalización de la existencia en Gaza parece una tarea
imposible, especialmente sin querer contar con Hamas, que, quiérase o no, es la
autoridad legítima en la zona, y sin doblegar antes a Israel, que continúa
manteniendo un bloqueo inadmisible, impidiendo incluso que entren la ayuda
humanitaria y los productos de primera necesidad. El secretario general de la
ONU ha sido tajante: “La situación de los cruces fronterizos es intolerable.
Los equipos de ayuda no tienen acceso. Los productos esenciales no pueden
entrar”.
Clinton, en su primer viaje a Oriente
Próximo, en clara referencia a Hamas, afirmó que deben renunciar a la
violencia, reconocer a Israel y aceptar los acuerdos firmados por la OLP. ¿Y
qué debe hacer Israel? Parece ser que nadie se atreve a decírselo. EEUU, la
Unión Europea y el resto de los países occidentales recomiendan a las demás
naciones la democracia, pero, cuando los resultados no se adecuan a sus
preferencias, hacen tabla rasa. Hamas ganó las últimas elecciones y, le guste o
no a EEUU, es el gobierno que han elegido los habitantes de Gaza. No sirve descalificarla
con la pretensión de que se trata de una organización terrorista. ¿Acaso Israel
no lo es, y EEUU no se ha comportado como tal en la guerra de Irak?
Para poder reclamar a Hamas y al resto de lo
Estados Árabes que reconozcan al Estado de Israel, habría que exigir a Israel
que reconozca al Estado palestino, que abandone los territorios ocupados y
retorne a las fronteras de 1967, asumiendo las resoluciones de Naciones Unidas.
Esta es la propuesta de la Liga Árabe. Israel, sin embargo, está muy lejos de
acceder a estas pretensiones. Muy al contrario, no sólo se permite masacrar al
pueblo palestino, sino que continúa con su política de hechos consumados.
Avanzan los asentamientos y la judaización de Jerusalén, con la demolición de
casas palestinas. Estos días, la prensa ha sacado a la luz la voluntad del
gobierno judío de construir 73.000 nuevas viviendas con las que mantener la
política de asentamientos en los territorios ocupados.
La llamada comunidad internacional tiene
medios de sobra para obligar a Israel a que acepte estas condiciones. Es más,
debería forzarles a costear la reconstrucción de todo lo que sus fuerzas
armadas han devastado. No tiene sentido que sean las demás naciones las que
deban subvencionar los desmanes terroristas del Estado sionista. En otras
ocasiones, y quizás con menos razones, han intervenido. Es verdad que sin EEUU
poco se puede hacer, pero ya va siendo hora de que el resto de los países haga
saber a la administración norteamericana que no se puede contar con ellos únicamente
para limpiar las basuras que EEUU -u otros Estados satélites con su
aquiescencia- esparce.
La administración Bush ha dado paso a la de
Obama. Es de esperar que adopte una postura distinta. Los indicios indican que,
al menos, pretende parar los asentamientos; pero eso no es suficiente. El hecho
de que la conferencia de donantes se haya celebrado sin obligar finalmente a
Israel a contribuir en la reconstrucción de lo que ha destruido implica ya una
señal de debilidad incongruente con la formación del próximo gobierno judío,
compuesto por los partidos más duros y sectarios de su espectro político. Ha
llegado el momento de que Israel deje de tener la patente de corso con la que
hasta ahora ha contado, y se le obligue a cumplir las resoluciones de Naciones Unidas.