Krugman, premio Príncipe de
Asturias
El mérito de Krugman radica en desenmascarar las falacias económicas que
se esconden tras ciertos intereses.
Paul Krugman proviene del
mundo académico, graduado en Yale, doctor por el Instituto Tecnológico de Massachussetts (MIT), actualmente profesor de la
Universidad de Princeton, aunque ejerció también la docencia en el propio MIT y
en la Universidad de Stanford. Especialista en la teoría del comercio
internacional, ha escrito, en colaboración con Maurice Obstfeld,
uno de los mejores manuales sobre esta materia. Nada de todo ello, sin embargo,
hubiera servido por sí solo para conferirle la popularidad y el renombre que en
la actualidad tiene. Su relevancia emana de que ha
sabido entender lo mucho que la economía tiene de política o, lo que es lo
mismo, los intereses y las fuerzas que se mueven en el trasfondo de la
disciplina. Salir de los cenáculos de los expertos y descender al gran público
constituye una necesidad. Pertenece a la cátedra, aunque no se ha quedado en la
cátedra. De ahí que gran parte de su actividad se haya desarrollado como
divulgador, colaborando primero en la revistas Fortune
y en la digital Slate, y a partir del año 2000 en The
New York Times con dos columnas semanales.
No es por
casualidad que el prefacio de una de sus obras más afamadas, “Vendiendo
prosperidad”, comience con el chascarrillo que un economista de origen indio
contaba a sus alumnos de doctorado: “Si sois economistas buenos y virtuosos os reencarnareis en físicos, pero si sois malos y perversos,
os encarnareis en sociólogos”. Como el mismo Krugman
apunta, el cuento es expresión del drama y hasta cierto punto de la
contradicción en la que se debate la economía. Por una parte, pretende ocuparse
de los seres humanos pero, por otra, reclama la misma exactitud matemática que
las ciencias puras. Difícil dilema. Muchos de los economistas rompen el nudo
gordiano por el método expeditivo de prescindir de uno de los extremos de la
antinomia. “En las revistas especializadas hay demasiadas matemáticas”, llega a
manifestar Krugman. La mayoría de los análisis se
construyen como modelos perfectos de laboratorio, pero guardando poca relación
con la realidad, ya que nunca se cumplen las condiciones sobre las que se
asienta el estudio.
Contra esta
concepción rígida de la economía, y contra los tópicos y dogmas que se han ido
acuñando en los últimos veinticinco años alrededor de ella, reacciona Paul Krugman. En sus libros y artículos asume el papel de
iconoclasta dispuesto a derrumbar las falsas seguridades y convencionalismos,
especialmente las verdades absolutas creadas más para defender intereses
económicos que para realizar un análisis certero de la realidad. Ser un
perfecto conocedor de las ventajas que proporciona el libre comercio no le impide
arremeter contra esa doctrina simplista y bobalicona que dictamina que el libre
cambio y la libertad absoluta en el movimiento de capitales es la mejor opción
para todos los países y en cualquier circunstancia. Ataca con virulencia el
despilfarro y la insólita prodigalidad de la Administración Bush que, mediante
aventuras bélicas y rebajas fiscales a los ricos, ha condenado a EEUU a un
colosal déficit público y por cuenta corriente, déficit que algún día, alguien
tendrá que pagar. Pero esto no es óbice para que reniegue y ridiculice a los
que han convertido la estabilidad presupuestaria en un ídolo al que adorar.
Krugman ha sabido mostrar
las contradicciones y riesgos que se esconden tras el modelo seguido a la hora
de construir la Unión Europea y censura abiertamente la forma cicatera con la
que el BCE instrumenta la política monetaria. Se ha burlado de la simpleza
argumental de los apóstoles de la teoría de la oferta, y de la seguridad con la
que la doctrina oficial rechaza la posibilidad de retorno de las depresiones
económicas. Los tigres asiáticos, México, Rusia, Japón, Argentina, le han ido
sirviendo de ejemplo para concluir que ningún país, ni siquiera la economía
mundial en su conjunto, está libre de graves perturbaciones. Pero, en los
últimos años, ha denunciado sobre todo y con fuerza el pavoroso incremento de
la desigualdad producido en la sociedad americana y la tiranía a la que un
grupo de privilegiados está sometiendo a todas las instituciones. Su obra mas
reciente “El gran engaño”, en la que recopila gran parte de sus últimos
artículos, constituye un certero alegato contra la Administración Bush y la
dictadura de tipo económico que los neoconservadores americanos quieren
instalar: la plutocracia.
Krugman no es un
marginal, es hombre del establishment,
asesor de la Casa Blanca con Reagan, del FMI, de la Trilateral y de la ONU,
quizás por eso sus análisis son más lucidos y certeros, pero también por esta
razón está suscitando como nadie el odio de la extrema derecha americana y, por
puro mimetismo, también el de la española, que se ha encabritado ante la
concesión del premio. En cierto modo le está ocurriendo como a Keynes, cuyas
enseñanzas sigue en muchos aspectos. El nombre de Keynes llegó a adquirir en
EEUU una señalada connotación de radicalismo, y entre los banqueros y hombres
de negocios se consideró a los keynesianos tan enemigos del orden establecido
como a los mismos marxistas, e inclusive como un peligro más concreto e
inminente a corto plazo. Keynes no fue consciente del potencial revolucionario
de muchas de sus ideas; supongo que Krugman tampoco.
Hace poco escribía en uno de sus artículos: “Vivimos tiempos excepcionales.
Incluso aunque se mantengan las formas democráticas, es posible que se vacíen
de contenido”. ¿Existe algo más revolucionario que poner en duda la
autenticidad de los sistemas democráticos actuales?