Opa
política
El Tribunal de
Defensa de
El asunto no admite demasiada discusión; tan
es así que los vocales que se han visto obligados a justificar la operación
recurren a la libertad de empresa, como si ésta no debiera estar condicionada
al interés general. Cuesta creer que el Gobierno pueda autorizarla, y
ciertamente no lo haría si no existiesen otras motivaciones. Estamos en
presencia de otros intereses.
Absurda es también la actitud de los que,
rasgándose las vestiduras, afirman que esta OPA no obedece a motivaciones
empresariales, que es política. Toda OPA es política. La teoría económica debe
revisar ese postulado según el cual el objetivo de las empresas es maximizar
los beneficios. Hoy, la finalidad última de las grandes corporaciones es el
poder —los beneficios no son más que un medio para ello—, y en ese camino la
fusión y la concentración de empresas representan un paso obligado. Se trata de
crecer cuanto sea posible y de controlar y dominar cada vez más los mercados,
que en cierta forma es lo mismo que incrementar el poder en
El mal no se encuentra en que esta OPA sea
política, que, como hemos dicho, todas lo son, el mal es que sea política con minúsculas,
que sea provinciana, paleta, mezquina; que, mientras se habla de la
globalización y se defiende la transnacionalidad de
las empresas, se plantee una operación de esta envergadura con la sola
finalidad de afirmar la supremacía de un territorio sobre el resto de
territorios del Estado. El gas debe ser catalán, la electricidad catalana y
terminarán afirmando que las novias o los novios deben ser también catalanes,
viva la endogamia.
El gran problema del nacionalismo (y el
tripartito en su conjunto lo es) radica en que despierta otros nacionalismos.
Cuando en una orgía de autosatisfacción y vanidad se elabora un Estatuto como
el catalán, no puede extrañar que el resto de los ciudadanos de España se
sientan insultados y reaccionen a su vez enrocándose en posturas nacionalistas.
Alguien tan poco sospechoso como Peces Barba ha hecho notar el sectarismo que
implica que, a lo largo de todo el Estatuto, no se nombre a España ni una sola
vez.
Podría pensarse que la postura más acertada
sería no caer en la provocación y contemplar los trapicheos del tripartito con
cierta conmiseración, con la misma indulgencia con la que se juzgan las
actitudes pueblerinas, rancias u obsoletas. Esto sería así si no tocase el tema
de los dineros, porque lo cierto es que al lado de la defensa de vetustas y
trasnochadas tradiciones y valores se propugna un reparto más injusto de la
renta, y se preconiza situar un territorio en una situación económica
privilegiada sobre los demás. Detrás de tanta charanga lo que verdaderamente se
encuentra en el Estatuto catalán es el sistema de financiación autonómica;
tanto CiU como el tripartito se niegan a que Cataluña sea tratada como el resto
de las comunidades. De ahí que se opongan a cualquier negociación multilateral
y pretendan mantener relaciones bilaterales con el Estado central.
Cada uno, bien sea persona o pueblo, es muy
libre de inflarse cual pavo real de
petulancia y creerse totalmente distinto de los demás; es posible que el tiempo
y la vida le saquen del error, y le pongan enfrente de su absurda jactancia,
haciéndole ver que la diferencia entre los hombres es mucho menor de la que
siempre pensamos. En cualquier caso, allá él o ellos. Pero la cosa cambia
cuando esas supuestas especificidades se quieren traducir en privilegios económicos.
En ese terreno, las diferencias ya no se pueden consentir.