Opa política

El Tribunal de Defensa de la Competencia ha presentado su dictamen a propósito de la OPA que Gas Natural ha lanzado sobre Endesa. Ninguna sorpresa, ha concluido lo que todos sabíamos: que, de llevarse a cabo la operación, se restringiría considerablemente la competencia. Les ha faltado decir que se restringiría la competencia en el caso de que existiese, porque lo cierto es que en el sector de la energía, bien sea eléctrica, del gas o de los hidrocarburos, la concurrencia brilla por su ausencia. Con las privatizaciones tan sólo se ha conseguido cambiar monopolios públicos —y por lo tanto sometidos, al menos en teoría, a criterios democráticos— por monopolios u oligopolios privados que persiguen exclusivamente intereses particulares. Pero, volviendo a la OPA , es evidente que precisamente en un mercado tan imperfecto cualquier fusión lo único que puede hacer es empeorar la situación.

El asunto no admite demasiada discusión; tan es así que los vocales que se han visto obligados a justificar la operación recurren a la libertad de empresa, como si ésta no debiera estar condicionada al interés general. Cuesta creer que el Gobierno pueda autorizarla, y ciertamente no lo haría si no existiesen otras motivaciones. Estamos en presencia de otros intereses.

Absurda es también la actitud de los que, rasgándose las vestiduras, afirman que esta OPA no obedece a motivaciones empresariales, que es política. Toda OPA es política. La teoría económica debe revisar ese postulado según el cual el objetivo de las empresas es maximizar los beneficios. Hoy, la finalidad última de las grandes corporaciones es el poder —los beneficios no son más que un medio para ello—, y en ese camino la fusión y la concentración de empresas representan un paso obligado. Se trata de crecer cuanto sea posible y de controlar y dominar cada vez más los mercados, que en cierta forma es lo mismo que incrementar el poder en la sociedad. Las motivaciones empresariales obedecen a criterios de dominio, de poder, son por tanto todas ellas motivaciones políticas y en esa dinámica los empresarios se ayuntan, pactan y se enfrentan con los políticos y participan en el mismo juego.

El mal no se encuentra en que esta OPA sea política, que, como hemos dicho, todas lo son, el mal es que sea política con minúsculas, que sea provinciana, paleta, mezquina; que, mientras se habla de la globalización y se defiende la transnacionalidad de las empresas, se plantee una operación de esta envergadura con la sola finalidad de afirmar la supremacía de un territorio sobre el resto de territorios del Estado. El gas debe ser catalán, la electricidad catalana y terminarán afirmando que las novias o los novios deben ser también catalanes, viva la endogamia.

El gran problema del nacionalismo (y el tripartito en su conjunto lo es) radica en que despierta otros nacionalismos. Cuando en una orgía de autosatisfacción y vanidad se elabora un Estatuto como el catalán, no puede extrañar que el resto de los ciudadanos de España se sientan insultados y reaccionen a su vez enrocándose en posturas nacionalistas. Alguien tan poco sospechoso como Peces Barba ha hecho notar el sectarismo que implica que, a lo largo de todo el Estatuto, no se nombre a España ni una sola vez.

Podría pensarse que la postura más acertada sería no caer en la provocación y contemplar los trapicheos del tripartito con cierta conmiseración, con la misma indulgencia con la que se juzgan las actitudes pueblerinas, rancias u obsoletas. Esto sería así si no tocase el tema de los dineros, porque lo cierto es que al lado de la defensa de vetustas y trasnochadas tradiciones y valores se propugna un reparto más injusto de la renta, y se preconiza situar un territorio en una situación económica privilegiada sobre los demás. Detrás de tanta charanga lo que verdaderamente se encuentra en el Estatuto catalán es el sistema de financiación autonómica; tanto CiU como el tripartito se niegan a que Cataluña sea tratada como el resto de las comunidades. De ahí que se opongan a cualquier negociación multilateral y pretendan mantener relaciones bilaterales con el Estado central.

Cada uno, bien sea persona o pueblo, es muy libre de inflarse  cual pavo real de petulancia y creerse totalmente distinto de los demás; es posible que el tiempo y la vida le saquen del error, y le pongan enfrente de su absurda jactancia, haciéndole ver que la diferencia entre los hombres es mucho menor de la que siempre pensamos. En cualquier caso, allá él o ellos. Pero la cosa cambia cuando esas supuestas especificidades se quieren traducir en privilegios económicos. En ese terreno, las diferencias ya no se pueden consentir.