La destrucción del Estado

Los árboles no dejan ver el bosque y la algarabía suele ahogar la reflexión. A propósito del desastre del Prestige, mucho se ha escrito y vociferado sobre la ineficacia del Gobierno y los muchos errores que ha cometido. Tanto más se ha insistido, si bien desde la otra parte, sobre la utilización electoral que hacía la oposición. En todo ese carajal pocos han ido al fondo de la cuestión, y no sólo para plantearse la causa última de la tragedia, sino lo que ésta ha puesto de manifiesto.

Que el Gobierno habrá cometido errores, seguro. No parece que haya estado muy fino en las respuestas, aunque a toro pasado siempre resultan fáciles los juicios y las alternativas. Que la oposición esté pretendiendo rentabilizar electoralmente el desastre, evidente. Dígase lo que se diga, el PP en la oposición habría hecho algo parecido. Pero más allá de todo este alboroto, incluso más allá de la tragedia personal de pescadores, mariscadores y demás afectados gallegos, la catástrofe del Prestige ha colocado a la vista de todos los que quieran contemplarlo un problema de enorme magnitud y al que en el futuro se va a tener que enfrentar la sociedad española.

Mi amigo Jorge de Esteban, desde las páginas de este diario, tras enumerar una serie de errores que según él había cometido el Gobierno, concluía afirmando que el mayor error de todos ellos era el habernos presentado un Estado inerme incapaz de dar respuesta a la tragedia. Yo enunciaría la frase de otra manera. El mayor error de este Gobierno y de los anteriores es haber hecho poco a poco inerme al Estado. El obrar sigue al ser, el fenómeno al noúmeno, la apariencia a la esencia. Si el Estado aparece como inerme es porque está inerme. Porque medida a medida, lo hemos condenado a la depauperación y a la indigencia.

A lo largo de casi dos décadas, el discurso del neoliberalismo económico se ha impuesto y con él la denigración de todo lo público y el encomio de lo privado. Frente al desdoro del Estado, la glorificación de una fantasmagórica sociedad civil. Durante lustros se han arbitrado toda clase de argumentos destinados a convencernos de que el mejor sector público era el más famélico y a esta tarea de adelgazamiento se han movilizado todos los recursos del poder.

En primer lugar, se ha liquidado todo el sector público empresarial. Las grandes empresas públicas, artífices en una buena medida del desarrollo económico de nuestro país, han pasado a manos privadas. Se ha privatizado la banca oficial, el Banco Exterior de España, la Caja Postal, todos los bancos saneados en la crisis bancaria con dinero público, Telefónica, Endesa, Campsa, Tabacalera, el grupo de empresas de hidrocarburos que formaban el INH y después se denominó Repsol, Iberia, ACESA y cientos de empresas más. Y con ello no sólo se ha expoliado a la sociedad española sino que el poder político ha perdido el control de todos los sectores estratégicos de la economía. ¿Puede extrañarnos que ante un desastre como el del Prestige el Estado se muestre inerme? Roberto Centeno en el diario El País ha puesto de manifiesto los importantes medios con los que contaba la antigua Campsa y la diferencia que existe con la situación de anemia actual.

En segundo lugar, la anorexia se ha extendido a la propia estructura administrativa y a los servicios públicos. Un conjunto de sofismas ha cristalizado alrededor del presupuesto: maldad intrínseca de todo déficit, asimetría en el comportamiento de los ingresos y gastos públicos. Mientras se encomia toda reducción impositiva, se anatematiza cualquier incremento del gasto público. Equilibrio presupuestario y rebajas fiscales han formado una tenaza con la que ahogar la actuación pública y condenar a la penuria al aparato administrativo. Pero la falta de medios no es lo único que ha debilitado a la Administración, los prejuicios ideológicos han forzado la externalización de los servicios colocándolos en manos privadas incluso en aquellos casos cuyos costes corren a cargo del erario público. ¿Puede extrañarnos entonces que en situaciones excepcionales el Estado se muestre inerme?

Es cierto que el problema no es exclusivo de España. La hegemonía ideológica del neoliberalismo aspira a ser universal y con más o menos fuerza se ha impuesto en casi todas las latitudes. Fenómenos como la mal llamada globalización o el de la Unión Europea con un enorme déficit democrático y político son factores que colaboran en gran medida a diluir los Estados.

Pero si bien el problema no es exclusivamente español, sí es verdad que en nuestro país ha adquirido una gravedad extrema por dos variables específicas. Los comienzos del neoliberalismo económico coincidieron en el tiempo con la transición. Los nuevos aires nos sorprendieron recién salidos de una dictadura y con un sector público canijo que las nuevas doctrinas impedirían desarrollar. Íbamos contra corriente. Así, para nosotros el Estado social ha sido tan sólo un bonito principio inserto en la Constitución, pero que jamás hemos conocido en la realidad. De ahí que tanto nuestros ingresos como nuestros gastos públicos absorban una proporción del PIB muy inferior a la del resto de los países europeos (más de siete puntos con respecto a la media).

Pero la vulnerabilidad del Estado no obedece únicamente a su degradación cuantitativa. Este proceso ha contado en España con otra variable que también tiene su origen en la transición, su desvertebración, al fragmentarlo en diecisiete Comunidades Autónomas. Soy consciente de que a estas alturas no resulta políticamente correcto cuestionar las Autonomías, pero antes o después caeremos en la cuenta de la bomba de relojería que con esta transformación hemos puesto en la base del Estado. ¿Puede extrañarnos que una Comunidad como Galicia pueda dar respuesta en solitario a un desastre como el del Prestige?

La quiebra del Estado nos retrotrae a una nueva Edad Media, a un remedo de sistema feudal. Afirma Ruggiero que “cuando la fuerza del Estado se reduce a la simple apariencia, la libertad sólo puede subsistir como fraccionada y casi esparcida en infinidad de libertades particulares, cercada cada una en forma tal que queda oculta”. A esta libertad es a la que después en los tiempos modernos hemos llamado privilegio. En el mundo feudal, a falta de una tutela superior y común, las fuerzas aisladas intentan procurarse una protección por sí mismas, agrupándose de acuerdo con su afinidad, logrando así aquella seguridad indispensable. Los señoríos feudales, la Iglesia, las comunidades urbanas y rurales, las corporaciones profesionales son grupos privilegiados.

En la sociedad feudal las libertades y los derechos no surgen de ninguna condición universal sino de situaciones particulares, privilegiadas, por la pertenencia a determinados grupos o estatus. El ciudadano no existe, el individuo por el simple hecho de serlo no cuenta con ningún derecho; aislado y sin la tutela de un grupo aforado se encuentra sometido a cualquier contingencia. No se conoce en sentido estricto la justicia, al menos con carácter universal, y su puesto lo ocupan la solidaridad o la caridad, a menudo unidas a las instituciones eclesiales. Recordemos la sopa boba de los conventos, y lo que en los momentos presentes está ocurriendo con el voluntariado en la tragedia del Prestige.

La igualdad ante la ley resulta una entelequia. Los derechos se derivan de los acuerdos o alianzas, acuerdos o alianzas que en la mayoría de los casos son la consecuencia de enfrentamientos y contiendas de distinto signo. En este marco, el príncipe, que suele ser tan sólo un primus inter pares, no constituye una excepción, y sus relaciones con el resto de estamentos se fundamentan en pactos no siempre pacíficos. En suma, se carece de un auténtico derecho público y su puesto lo ocupa el derecho privado, es decir, estipulaciones entre particulares.

En el nuevo feudalismo al que nos encaminamos, la sociedad actual se estructura también en un alambicado mapa de centros de poder autónomos regidos por complicadas relaciones de fuerza, adhesiones y enfrentamientos. Es una organización sin contornos definidos en continuo movimiento y transformación. Ciertamente, la nueva oligarquía es distinta de aquella que protagonizó la Edad Media, aunque la dinámica social que desencadena no es muy diferente. Los nuevos núcleos de poder los forman los grupos financieros, las grandes empresas, los medios de comunicación –que en realidad suelen ser simples prolongaciones de los anteriores–, los partidos políticos (únicamente los que tienen posibilidad de gobernar y que forman numerus clausus), incluso algunos sindicatos y determinadas organizaciones profesionales o corporativas. El mapa es fluctuante, lleno de alianzas y de integraciones. Integraciones y conexiones mutuas no solo entre las sociedades y las entidades financieras, sino entre éstas y los partidos políticos, los medios de comunicación social, los jueces, fiscales, etcétera.

En tal escenario el Estado se va diluyendo y resulta desde luego incapaz de dar respuesta a las necesidades políticas y económicas de los ciudadanos. Ello se hace evidente en situaciones excepcionales como las del Prestige; pero, aunque sea menos perceptible, no es menos real en las miles de contingencias de la vida cotidiana. El desamparo que hayan podido sentir los pescadores gallegos no tiene por qué ser mayor que el que día a día experimentan millones de parados.

Con este nuevo feudalismo desaparece la igualdad de oportunidades. El ejercicio de los derechos y libertades, las posibilidades profesionales y económicas, la probabilidad de ascenso en la escala social, van unidos a la pertenencia a alguno de los grupos de poder. El individuo aislado carece de derechos. La neutralidad y la independencia se pagan con el ostracismo.

El director de este diario el 24 de noviembre escribía: “Corremos el riesgo de seguir llamando democracia a algo que en realidad tenga todos los atributos de la plutocracia”, y citaba a Paul  Krugman. Hace mucho tiempo que otros hablamos ya de ello, porque ¿alguien puede creer que sea posible otro resultado cuando se desmantela y se arrasa el Estado? El problema no es Aznar, ni Felipe González, ni Alierta, ni Polanco, ni Botín, ni Tony Blair, ni Bush, ni Reagan, ni Thatcher, ni el presidente de Enron o de IBM; el problema es el sistema establecido por el neoliberalismo económico, aunque hay que reconocer que todos ellos, y otros más, han tenido mucho que ver en ese establecimiento.

Feuerbach afirmaba que el hombre se había hecho pobre para tener un dios rico. Pues bien, en los tiempos que corren de neoliberalismo económico el Estado se ha hecho pobre para tener un mercado rico, sólo que el mercado no garantiza a los ciudadanos ninguna protección frente a las calamidades, ninguna seguridad frente a las contingencias, ningún derecho civil, ninguna libertad política, ni siquiera económica, desde el mismo instante en que suele estar controlado por muy pocas empresas.

Si hay algo cierto, es que este nuevo feudalismo representa la muerte de la democracia y que la soberanía ha dejado de residir en el pueblo. Entonemos, pues, un réquiem por la soberanía popular.