El
órdago de Ibarretxe
Hay
expresiones que se convierten en tópicos, todo el mundo termina por emplearlas.
Eso es lo que ocurre con la escogida para titular este artículo. Los medios de
comunicación han coincidido en señalar que el lehendakari ha echado un órdago
al Estado. Discrepo de esta afirmación. A poco que se conozca el juego del mus,
uno sabe que en un órdago, como en cualquier otra apuesta, se puede perder o
ganar. Se arriesga toda
No hay
órdago en la actuación de Ibarretxe, porque no arriesga nada, no hay
posibilidad alguna de pérdida. A los nacionalistas todo les sale gratuito. Un
sistema así montado tiene que llevar forzosamente al desastre o a
El Estado
de las Autonomías se configuró, sin embargo, con un pecado original, el de ser
un modelo abierto y, por lo tanto, explosivo. Todo pacto debe basarse en un
toma y daca, en un do ut des, de
forma que queden claros los derechos de cada uno, pero también sus
correspondientes obligaciones. Por supuesto que todo acuerdo es revocable y
cambiante, pero reabrir la negociación debe implicar para cada una de las
partes la posibilidad de ganar, pero también la de perder. De lo contrario, si
uno de los negociadores no corre ningún riesgo, si sus logros anteriores están
consolidados de cara al futuro, la tendencia a la revisión será permanente. Es
gratuita.
Eso es lo
que ha pasado y continúa pasando con el Estado de las Autonomías. Casi treinta
años después de aquel pacto constitucional, el escenario es claramente
negativo. El nacionalismo, lejos de integrarse, se ha hecho mucho más montaraz.
También, es más fuerte tanto en número como en intensidad, transmitiendo
incluso esa fuerza disgregadora, por contagio, a otras muchas regiones en la
que hubiese sido impensable hace años la existencia de tal movimiento centrífugo.
Durante
todos estos años la tendencia ha permanecido. Una vez tras otra se realizaban
nuevas concesiones en la creencia de que así se produciría la ansiada
integración, pero ignorando que todo nacionalismo lleva, se quiera o no, el
germen del totalitarismo y, por lo tanto, sus reivindicaciones nunca tienen
límite. Solo el miedo a perder lo conseguido puede poner freno a sus
exigencias.
Si en la
Transición, tras cuarenta años de dictadura y de represión, era de justicia
restaurar determinados derechos a las minorías que les habían sido negados, hoy
son esas minorías las que pretenden imponer al resto sus planteamientos. Si era
condenable que el franquismo reprimiese el uso de la lengua catalana, no es
menos deplorable que hoy se pretenda perseguir en Cataluña a los
castellanoparlantes, y más aún que Carod Rovira justifique lo segundo por lo
primero, con lo que implícitamente está reconociendo que el totalitarismo que
informó la dictadura informa también su formación política.
A Carod
Rovira la legitimidad como vicepresidente de la Generalitat no le proviene de
ningún otro lado más que de la Constitución a la que insulta y desprecia. Y la
legitimidad de Ibarretxe como lehendakari tiene su origen únicamente en el
propio Estado al que reta. La situación ha llegado a extremos difícilmente
soportables y, lo que es peor, de no ponerse remedio, el proceso parece
imparable y su final, imprevisible.
Habrá que
preguntarse si no ha llegado la hora de poner límite a esta tendencia
centrífuga y de cerrar definitivamente el proceso. En realidad, la hora debió
llegar mucho antes. Pero cada vez es más urgente determinar finalmente y con
carácter de permanencia el diseño del Estado, sin que éste se encuentre
sometido de forma constante al chantaje nacionalista. Por supuesto, el modelo
así fijado podría revisarse y modificarse, pero con las mismas limitaciones que
hoy se necesitan para reformar la Constitución, y sobre todo en el bien
entendido de que toda nueva negociación puede implicar perder lo conseguido
hasta el momento.
Tal proceso
pasa sin duda por un acuerdo de los dos partidos mayoritarios. Pero teniendo en
cuenta la similitud cada vez mayor de sus respectivas políticas económicas y
sociales, muy bien podrían enterrar durante una temporada el hacha de guerra y dedicarse
a cerrar lo que hace treinta años, por un error imperdonable, quedó abierto. Es
posible que ello tuviese que implicar otros protagonistas al frente de ambas
fuerzas. Es posible también que el PP tuviera que desligarse de los obispos y
el PSOE purgarse de algunos hábitos cuasinacionalistas adquiridos en los últimos años. Pero
merecería la pena.