Dos clases de pleno empleo

El portavoz del Gobierno, con voz un tanto engolada como tiene por costumbre, y siguiendo los caminos de su jefe y maestro, ha reprochado a las organizaciones sindicales no querer el pleno empleo. Cosa curiosa resulta que los sindicatos no ambicionen el pleno empleo, mientras que la derecha, el Gobierno y los empresarios, lo adopten como estandarte y emblema. Un poco contradictorio parece en principio el hecho. El secreto de la antinomia se encuentra como siempre en la equivocidad de las palabras. Existen dos plenos empleos, con contenido y significación radicalmente distintos: el liberal y el socialdemócrata o keynesiano.

El pleno empleo del capitalismo manchesteriano es la mera sustitución simple del régimen esclavista por el arrendamiento de la fuerza de trabajo, de la propiedad de la mano de obra, al usufructo. No representa ningún logro ni conquista especial, más bien es el resultado natural de la ley de bronce de los salarios. Todo reside en reducir la retribución del trabajador; cuanto más disminuya, mayor será el número de puestos de trabajo que estarán dispuestos a ofertar los empresarios. A salario cero es de suponer que la demanda de mano de obra devenga infinita.

El pleno empleo definido como ausencia de paro involuntario. El desempleado es un ente de razón, una quimera. Si alguien se encuentra en paro es porque quiere; puede abandonar tal situación tan pronto como desee. Únicamente deberá reducir tanto como sea necesario sus pretensiones retributivas. Todo paro resulta voluntario, por lo que la economía se encuentra siempre, salvo pequeños ajustes, en situación de pleno empleo. He ahí la explicación de esa paradoja aparente, la de que aun poseyendo el porcentaje de paro más alto de Europa -cuando a su vez Europa tiene uno de los más altos de su historia- el presidente del Gobierno afirme que estamos al filo de alcanzar el pleno empleo.

Existe, no obstante, otro pleno empleo, el que el Estado social propone como meta y reto de la política económica; el que huye de considerar el trabajo como una mercancía, el que se niega a denominar empleo a todo trabajo y sólo considera tal al que se ejerce en condiciones dignas y resulta acorde con las circunstancias y capacidad del trabajador, aquel cuya retribución no es tanto el fruto de la ley de la oferta y la demanda, en un mercado desigual y controlado por las empresas, como el que se adecua equitativamente a la riqueza y a la renta generadas.

En esta concepción, la contrapartida del empleo se configura no sólo por el salario directo sino también por otro indirecto, social, capaz de cubrir los riesgos y contingencias de la vida laboral desde la enfermedad a la vejez, desde los accidentes del trabajo al paro, entendiendo éste como una situación anormal y atípica al no disponer el trabajador de un puesto de trabajo adaptado a sus condiciones y capacidades y convenientemente remunerado.

Este pleno empleo, que es el que propugna la Constitución española y que Europa ha mantenido como objetivo en un pasado reciente, nada tiene que ver con el anterior, incluso resulta antitético en muchos de sus aspectos. No constituye como el liberal, neoclásico, el corolario normal de la actividad libre del mercado –sólo precisa apretar un poco las tuercas a los trabajadores-, sino una meta a conseguir por el bien hacer de los gobernantes a través de una actuación decidida del Estado en la realidad económica.

Cuando las organizaciones sindicales hablan de pleno empleo se refieren a este último. La derecha, los empresarios, el Gobierno, su portavoz, se refieren, por el contrario, al primero, al neoclásico. Todos los parados son unos perezosos y lo único que se requiere para eliminar definitivamente el paro es privarles de las muletas sociales que aún mantienen, vestigios a extinguir de ese Estado social. Por ejemplo, ese subsidio de 50.000 pesetas mensuales que algunos, sólo algunos, continúan cobrando.

Como se puede apreciar, es bastante difícil que bajo estas premisas Gobierno y sindicatos se entiendan. Claro que una de las condiciones fundamentales para que el pleno empleo manchesteriano funcione es que desaparezcan los sindicatos.