Verbena
constitucional
Con motivo de cumplirse veinticinco años de la
promulgación de la última Constitución española se ha generado una profusión de
celebraciones, festejos y comentarios. Regocijo y alegría grandes. Va y viene
el botafumeiro. Alabanzas y loas. Todos, como aplicados discípulos de Leibniz,
convenciéndonos de que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Cada uno
cuenta la fiesta tal como le va en ella, y en general los que opinan –a los que
se permite opinar– pertenecen al colectivo de los satisfechos. La opinión
publicada termina siendo opinión pública. Y la mayoría silenciosa acaba por
declarar en las encuestas lo que reiteradamente ha escuchado.
Desde
distintas tribunas se han esforzado por mostrarnos el gran avance que se ha
producido en estos veinticinco años. Es un discurso que, aunque estemos en
democracia, al menos a los que hemos vivido en otras épocas nos recuerda el que
se acuñaba en el franquismo. Aquellos cuarenta años de paz. Los partidarios del
régimen trataban de convencernos de lo mucho que se había avanzado desde 1939.
Sólo faltaba, respondíamos entonces, que después de cuarenta años no se hubiese
prosperado nada. Sólo faltaba, había que contestar también ahora, que
estuviésemos en la misma o peor situación que veinticinco años atrás.
La
comparación entre 1978 y 2003 es tramposa al mezclar aspectos tecnológicos,
políticos y económicos. En los tecnológicos se llega al ridículo de citar el
teléfono móvil, el ordenador o el DVD, como si todos estos adelantos fuesen
resultado de la Constitución. La comparación en materia política no parece
tener mucho sentido. Toda situación, por mala que sea, siempre es mejor que una
dictadura, y dictadura o al menos prolongación de una dictadura teníamos antes
de aprobar la Constitución. Hoy gozamos de derechos y libertades de los que los
españoles estuvimos privados durante cuarenta largos años. Pero ésa no es la
cuestión. La cuestión radica en saber si después de un cuarto de siglo podemos
estar satisfechos del funcionamiento del sistema democrático. Y el juicio es
más bien negativo.
Los vicios del sistema parten desde su mismo origen.
La Transición se hace no desde la libertad y decisión soberanas del pueblo,
sino condicionada por las instituciones y poderes del antiguo régimen. No hubo
ruptura, sino reforma. En la Historia no caben los experimentos ni la marcha
atrás, por eso jamás sabremos si hubiese sido posible otra manera de realizar
el cambio; pero, en cualquier caso, lo que resulta indiscutible es que el
proceso seguido dejó incólume gran parte de la estructura anterior; que
determinadas instituciones, como la forma de Estado, fueron impuestas a la
sociedad, y que la soberanía devuelta al pueblo fue durante largo tiempo una
soberanía vigilada, ya que el fantasma del golpe de Estado y de la involución
se encontraba siempre presente.
¿Puede extrañarnos que reglas del juego político
establecidas de acuerdo con las conveniencias de los grupos de poder dejen
graves vacíos en el sistema democrático? Hoy, con la perspectiva que dan los
años transcurridos, se vislumbra el diseño que se ha querido hacer de nuestro
sistema político: dos grandes partidos estatales con programas y sobre todo
praxis muy similares en materia de política económica -que es lo realmente importante-, complementados con partidos nacionalistas que
también comparten el mismo proyecto económico. El desengaño y la pasividad
política han ido adueñándose de la sociedad española.
En materia económica tampoco el balance puede ser
muy positivo. Si atendemos al dato escueto de incremento del PIB, es evidente
que hemos crecido, pero también lo hacíamos en los años cincuenta, sesenta y
setenta y con tasas bastante más elevadas que las de estos veinticinco años. Es
un error querer identificar crecimiento económico con democracia. La supremacía
moral y política de la democracia sobre la dictadura no se basa en razones
económicas. Puede haber regímenes autocráticos cuyos logros económicos hayan
sido mayores que los de muchas democracias.
En la actividad económica no todo
se mide por la eficacia y por el aumento del PIB, sino por los valores que se
asumen y que se plasman en la sociedad. La Constitución de 1978 es rica en esta
materia, pero por eso mismo también tiene que ser grande la frustración de
estos veinticinco años. Nuestra Carta Magna sitúa junto a los derechos civiles
y políticos, los derechos sociales y económicos y obliga a los poderes públicos
a intervenir en la economía para remover aquellos obstáculos que se oponen a la
libertad e igualdad efectivas. Todo esto ha quedado olvidado, escondido,
tapado; el Estado social de la Constitución ha sido escamoteado y en su lugar
se quiere colocar el Estado liberal del siglo XIX. ¿Qué tenemos que celebrar?