La verdadera reforma pendiente es la fiscal

Tras aprobar el Gobierno mediante decreto ley medidas tremendamente dolorosas para todos los ciudadanos, el ministro de Economía, en un arranque de progresismo, se dirigió a los ejecutivos del IBEX para sugerirles que, si lo tenían a bien, hiciesen algún gesto en la moderación de sus retribuciones, retribuciones que resultan escandalosas (lo de escandalosas es de mi cosecha, ya que, como puede suponerse, no lo afirma el señor ministro) y que además, según el informe de la CNMV, se incrementaron el año pasado en un 5%.

 

La sugerencia de Guindos no parece haber producido excesivos resultados, salvo por la contestación del presidente de Repsol afirmando que “las arcas públicas también tienen que estar contentas” de los altos sueldos de los ejecutivos, ya que la fiscalidad para estos contribuyentes es del 56%. Alguien debería decirle al señor Brufau que ese 56% es el tipo marginal y de ninguna manera el tipo medio. Pero lo más importante es que la respuesta del presidente de Repsol resulta indicativa de una mentalidad bastante extendida que considera los impuestos como exacciones esquilmadoras de los recursos propios y merecidos de los particulares, y que da por supuesto que el mercado, un mercado que la mayoría de las veces es un oligopolio (desde luego  así es en el caso del petróleo), distribuye equitativamente la renta y, por lo tanto, nada o poco debe corregir la Hacienda Pública. Al señor Brufau le debe parecer totalmente justo que, teniendo en cuenta la situación económica de la gran mayoría de la población, sus retribuciones en 2011 fueran de siete millones y medio de euros, cerca de mil doscientos millones de las antiguas pesetas.

 

Lo grave es que a lo mejor (o a lo peor) esta concepción no está muy distante de la que mantiene también el ministro de Economía, porque de lo contrario no hubiera sugerido, recomendado, rogado, sino que hubiera impuesto, tal como ha hecho el Gobierno con todos los ajustes que han incidido sobre el resto de ciudadanos. Instrumentos no le faltan, si de verdad piensa que estos emolumentos constituyen una injusticia (no es una cuestión de solidaridad, sino de equidad), tanto más cuanto que los accionistas no pintan nada, son los consejos de administración los que se fijan las retribuciones.

 

El argumento de que pertenecen al sector privado y que, en consecuencia, las remuneraciones deben ser libres tiene poco fundamento. En la mayoría de los casos estas compañías están tan ligadas a la economía nacional que su actividad, no digamos la de las entidades financieras, tiene efectos, en uno u otro sentido, sobre casi todos los ciudadanos. Por otra parte, en los Estados modernos el poder político posee suficientes instrumentos (IRPF, impuesto de patrimonio, de sucesiones, de sociedades, etc.) para corregir las desproporciones que el mercado comete en la distribución de la riqueza y de la renta. Al señor Guindos le habría bastado con subir el tipo marginal aplicado en ese tramo de renta para no tener que rogar o recomendar, sino para poder imponer a esos ejecutivos su contribución a los ajustes, englobando además de paso a otros contribuyentes con las mismas rentas y que no son ejecutivos. Si al presidente de Repsol le parece elevado el 56%, conviene recordarle que el IRPF nació con un tipo marginal máximo del 65% y que en EE UU, con anterioridad a la reforma de Reagan, llegó a suponer para el último tramo alrededor del 80%. Claro que eran otros tiempos muy alejados de este en el que hasta los partidos socialistas abogan por un tipo único y afirman eso de que bajar impuestos es de izquierdas.

 

La concepción del señor Draghi acerca de la Hacienda Pública debe de ser también muy parecida cuando pide a los países en crisis que no suban los impuestos, sino que reduzcan los gastos. Como se ve, sus peticiones, que son órdenes en realidad, tienen muy poco que ver con la política monetaria. Los gobiernos españoles, tanto el actual como el anterior, han seguido esta consigna casi al pie de la letra, y cuando no han tenido más remedio que recurrir a los impuestos lo han hecho principalmente incrementando los indirectos y han eludido realizar una reforma en profundidad del sistema fiscal.

 

Sin embargo, la verdadera reforma pendiente en nuestro país es la fiscal. Para darse cuenta de ello basta con fijarse en algunas cifras del informe de primavera de 2012 de European Economy, publicado por la Comisión Europea. Ese inmenso gasto público (gasto total de las administraciones públicas) que -según todas las instituciones, empezando por el Gobierno- hay que corregir, ha sido en 2011 en España seis puntos del PIB inferior al de la media de la Europa de los 12, catorce puntos al de Dinamarca, doce al de Francia, diez al de Bélgica, siete al de Italia, Holanda y Austria; e incluso los países que ahora están intervenidos (Grecia, Portugal e Irlanda) tienen un porcentaje de gasto siete, cinco y cinco puntos respectivamente mayor que el de nuestro país. La diferencia con Alemania es menor, tan solo dos puntos superior al de España, aunque hay que tener en cuenta que se trata de la Alemania unificada y que la financiación de su deuda le está saliendo gratis, gracias a los altos tipos de interés que pagamos otros países. Eso explica que cuando en el resto de los Estados la crisis ha incrementado el porcentaje del gasto respecto al PIB, el país germánico haya podido reducirlo de 2009 a 2011 en dos puntos y medio.

 

La contrapartida, sin duda, está en los recursos. Es ahí donde se encuentra en realidad el problema. El porcentaje de los ingresos totales del conjunto de las administraciones públicas es en España de los más reducidos de la Eurozona, diez puntos menos que el de la media de la Europa de los 15, veintiún puntos inferior al de Dinamarca, quince al de Francia, catorce al de Bélgica, doce al de Austria, once al de Italia, diez al de Holanda, nueve al de Alemania. Incluso los de Portugal, Grecia e Irlanda son superiores. Pero es que, además, mientras la crisis ha mantenido en los otros países casi similar la cifra de los ingresos o en algunos casos incluso la ha incrementado, nuestro país ha perdido, desde 2007, seis puntos porcentuales.

 

Es en el sistema fiscal donde se encuentra el verdadero origen de las dificultades financieras de nuestro sector público. Es cierto, como afirman desde el Gobierno, que  gastamos más de lo que ingresamos, pero no porque gastemos mucho, sino porque ingresamos muy poco. La explicación hay que buscarla en la postura que, al menos desde 1990, han mantenido nuestros gobiernos en materia fiscal: total abulia en la persecución del fraude fiscal y continuas modificaciones normativas tendentes a eliminar o reducir la tributación del capital, de las sociedades y, en general, la progresividad de los impuestos.

 

La verdadera reforma pendiente es la del sistema fiscal, pero me temo que ni en España ni en Europa se vaya en esa dirección. Tanto los mandatarios europeos como los políticos con capacidad de gobernar en España están demasiado unidos a los poderes económicos como para acometer una revolución en este sentido. Como mucho, hacen propuestas tímidamente progresistas cuando están en la oposición, pero se olvidan de ellas en cuanto llegan al gobierno. Si es verdad que, como afirmó James O´Connor, “toda modificación importante en el equilibrio de fuerzas políticas y de clase queda reflejada en la estructura tributaria”, no hay muchas dudas de cuál es el statu quo actual.