Entre
el suicidio y la guillotina
A
pesar de los esfuerzos realizados por la prensa griega para silenciar el
suceso, la opinión pública de Europa se ha visto sobrecogida por el suicidio
público del farmacéutico griego Dimitris Christoulas, de 77 años de edad, en la plaza Sintagma de
Atenas. Este suicidio no es uno más de los muchos que ocurren en Grecia como
consecuencia de la crisis. Tiene una importante dimensión política, porque así
lo ha querido su autor suicidándose en público frente al Parlamento griego y
dejando un escrito que es casi un manifiesto. “Dado que no tengo una edad que
me permita responder activamente (aunque sería el primero en seguir a alguien
que tomase un kalashnikov), no encuentro otro modo de
reaccionar con dignidad que poner un fin decente a mi vida antes de comenzar a
rebuscar en la basura para encontrar comida”.
Christoulas, en la nota, hace
responsable al Gobierno de Papademos, al que califica
de ocupación, de “aniquilar cualquier esperanza de supervivencia” y lanza un
grito que pretende ser una profecía: “Creo que los jóvenes sin futuro algún día
cogerán las armas y en la plaza Sintagma colgarán a los que traicionaron a la
nación lo mismo que los italianos hicieron en 1945 con Mussolini”. A Papademos le
dedica el epíteto de Tsolakoglu, en alusión al que
fue primer ministro de Grecia en el Gobierno colaboracionista con los nazis
durante la invasión de 1941.
Hace
muchos años que los países europeos se han olvidado de las revoluciones a pesar
de que su historia está jalonada de ellas, y de que lo que hoy consideramos más
propio de la ideología y la cultura europeas hunde sus raíces en la Revolución
Francesa. Fue la guillotina la que con todos sus excesos y desórdenes enterró
el Antiguo Régimen y sembró el germen de las libertades y de la democracia. Las
revoluciones nunca son limpias y suelen seguir la ley del péndulo, pero a
menudo han sido elementos necesarios para el progreso y el avance de la
historia.
La
superación de las revoluciones en Europa fue fruto de un gran pacto entre las
fuerzas políticas, económicas y sociales, dando lugar a lo que se ha dado en
llamar Estado Social: sometimiento del poder económico al poder político
democrático; asunción por el Estado de un fuerte protagonismo en las realidades
económicas y en los mercados; un derecho laboral que protege al trabajador
frente al puesto preeminente que el empresario
disfruta a la hora de establecer las relaciones laborales; un sistema fiscal
altamente progresivo que, junto con una extensa red de protección social,
pretende corregir aunque sea parcialmente las injusticias y desequilibrios que
genera el mercado en la distribución de la renta, etc. Este pacto inscrito en
las constituciones europeas ahuyentó las revoluciones como cosa del pasado o
bien propias de países tercermundistas o en desarrollo, América Latina,
dictaduras en países árabes… Por cierto, que la llamada primavera árabe comenzó
también por un suicidio de características muy similares al ocurrido estos días
en Atenas.
Hoy
podemos afirmar que ese gran pacto, origen del Estado Social, se ha roto y que
desde hace años poco a poco se van desmantelando todos sus elementos; hasta el
mismo concepto de democracia se nos escurre de las manos. Primero, la libre
circulación de capitales y, más tarde, la Unión Monetaria han quitado el poder
a los Estados nacionales, ámbitos en los que mejor o peor se asentaba el juego
democrático, para otorgárselo a los mercados financieros –eufemismo que designa
a los poderes económicos- o bien a las instituciones europeas, políticamente
irresponsables y sobre las que los ciudadanos no ejercen ninguna influencia.
Cuando
las desigualdades alcanzan proporciones gigantescas, cuando los sueldos y las
ganancias de aquellos que imponen los ajustes y la pobreza se sitúan en niveles
obscenos, cuando el ciudadano tiene la percepción de que el poder político y el
económico se entrelazan en impúdico contubernio, cuando las decisiones vienen
dictadas por órganos y personas que nada tienen que ver con los procedimientos
democráticos, ¿podemos extrañarnos de que surjan en Grecia posturas como la de Christoulas dispuestas a utilizar el suicidio como acto de
protesta? A sus 77 años, según afirma, la única arma que le queda. Es más,
¿podemos sorprendernos incluso de que en algún momento estalle la violencia?
Cuando los gobiernos y los sistemas políticos han perdido toda legitimidad
democrática y se manifiestan de forma tiránica o como legados de poderes
dictatoriales extranjeros las reacciones sociales son impredecibles. La
historia nos enseña que de forma imprevista pueden pasar del suicidio a la
guillotina.