La
nueva reforma fiscal
Van a cumplirse quince años. Otoño de 1987.
Debate en las Cortes de la Ley de Presupuestos de 1988 en la que el Gobierno
había incluido una reforma parcial del IRPF. Nicolás Redondo y Antón Saracibar, Secretario General y de Organización de la UGT,
respectivamente, dimiten como diputados socialistas para no verse en la
alternativa de, o bien tener que romper la disciplina de su grupo
parlamentario, o bien respaldar con su voto una reforma que consideraban
injusta y lesiva.
Fue el primer asalto a un impuesto que desde
su implantación molestaba al poder económico y a las capas de población de
ingresos más elevadas y que la derecha debió aceptar a regañadientes en ese
toma y daca en que se convirtió la transición democrática. Molestaba tanto más,
cuanto que la lucha contra el fraude fiscal iba poco a poco haciendo efectivo
el gravamen.
Se había abierto la veda. Con aquella
reforma, otoño de 1987, se inició un camino en el que mediante sucesivas
modificaciones legales (1991, 1996, 1999 y la que se avecina en este año 2002)
se reduce, por una parte, la carga fiscal sobre las rentas de capital y, por
otra, basándose precisamente en que son las rentas de trabajo las únicas que
soportan el gravamen, se disminuye la progresividad del tributo.
Aun cuando existan otros factores que
influyan en la progresividad, baste señalar que el número de tramos de la
tarifa ha pasado de los 36 iniciales a los seis actuales y que el tipo marginal
máximo, del 65% al 48%.
La nueva reforma que el PP va a acometer
tendrá la misma orientación, no sólo porque va a reducir también la
progresividad, disminuyendo aun más el número de tramos de la tarifa (4) y el
tipo marginal (45%), sino porque de nuevo con el pretexto de promocionar el
ahorro rebaja otra vez la tributación de las rentas de capital. Si en los años
1991 y 1996 fueron las plusvalías las que consiguieron un trato privilegiado,
ahora le toca el turno a los otros tipos de rentas, en especial a los
dividendos. De esta forma, el IRPF pierde definitivamente el carácter de
gravamen global sobre la renta, ya que discrimina según la fuente de los
ingresos, castigando de forma ostensible las rentas del trabajo. Lo paradójico
es que los que defienden precisamente esta discriminación son los mismos que
después la usan como argumento para convencernos de que se precisa eliminar la
progresividad del impuesto.
Resulta igual de paradójica, al tiempo que
clarificadora, esa promesa de eliminar el régimen de trasparencia fiscal,
porque curiosamente otro de los argumentos empleados por los que defienden la
reducción del tipo marginal máximo, es que la diferencia entre éste y el tipo
de sociedades propicia la elusión fiscal mediante la creación de sociedades
ficticias con la finalidad de que determinadas rentas (profesionales y de
capital) tributen por el impuesto de sociedades en lugar de hacerlo por el
IRPF. Pero es que, precisamente, el régimen de transparencia fiscal pretende
evitar tal corruptela. Como su propio nombre indica se trata de hacer
transparentes a aquellas sociedades creadas bien para la gestión de un
patrimonio, bien como asociación de profesionales, de manera que sus ingresos
se imputen directamente a los socios, tributando por tanto en el IRPF en lugar
de hacerlo en el impuesto de sociedades. La intención de la reforma es
evidente, permitir ya sin tapujos y de forma legal tales chanchullos.