Expolio
de la televisión pública
Lo peor
del discurso de los políticos es la facilidad con que a menudo intentan
disfrazar los objetivos más inconfesables de acciones altruistas y
benefactoras. El presidente del Gobierno acaba de justificar su decisión de
privar de publicidad a la televisión pública con la siguiente perla: “Después
de haberla liberado de la dependencia política, ahora se trata de librarla de
la comercial”. En realidad, de lo que se trata es de abandonar el apetitoso
bocado de la publicidad en manos de las televisiones privadas. Éstas, a través
de su patronal, UTECA, han venido reivindicando la medida desde el principio
con el falso argumento de que la pública realiza una competencia desleal,
puesto que también recibe fondos públicos.
Tantos
años de neoliberalismo nos han hecho olvidar verdades elementales como la
primacía de lo público sobre lo privado. Lo público, lo que es de todos los
ciudadanos, nunca compite; debe tener un lugar prioritario y hegemónico sobre
lo privado. Los intereses privados deben estar supeditados a los públicos. Así
lo afirma nuestra Constitución.
Es
posible que el negocio de la publicidad no dé para sostener tantas cadenas y
menos para la aventura digital con no se sabe cuántos canales, que en realidad
no aumentarán la programación y en algunos casos sería mejor que no lo
hicieran, ya que lo único que emiten es bazofia. Pero, puestos a desaparecer,
serán las privadas las que tengan que hacerlo. ¿Para qué se necesitan treinta
canales? ¿Por qué tienen que existir cuatro cadenas privadas en abierto?
Zapatero
se vanagloria de haber despolitizado la televisión pública. Distingamos entre
política y Política. Hay una política con minúscula que deberíamos más bien
tildar de sectarismo partidista, que persigue únicamente el interés de una
determinada formación política. En ese sentido, sí es fundamental garantizar la
neutralidad de los medios públicos, independizarlos. Hay, sin embargo, otra
concepción de la política, la que defiende los intereses generales frente a los
particulares. Es la que contrapone el bien de la sociedad a los objetivos de
los poderes económicos o fácticos. En este sentido, todo lo público debe ser
político.
Los
medios privados, por supuesto que no son políticos si nos atenemos a esta
última acepción, claramente defienden intereses particulares, los de los
poderes económicos que los controlan y que distan mucho de identificarse con el
interés general. Ello es especialmente palpable en aquellas áreas, como la
económica o la social, en las que la discrepancia de objetivos es mayor. Pero
curiosamente son políticos y muy políticos en el otro sentido, en lo referente
a los partidos. Se alinean con una u otra formación política, y en algunos
casos el sectarismo llega a tal extremo que no se sabe si es el partido el que
manda en el medio o el medio el que manda en el partido.
Debido a
esta simbiosis y al poder que acumulan los medios, todas las formaciones
políticas van a estar de acuerdo con una medida tan regresiva, que expolia lo
público a favor de lo privado. La incógnita de futuro es cómo se va a financiar
Radiotelevisión Española. Tras su saneamiento por el erario público con la
aportación de 8.000 millones de euros, la corporación necesita, para seguir
manteniendo su mismo nivel de programación, así como sus 6.400 trabajadores,
1.100 millones de euros anuales. ¿De dónde van a salir? Las fuentes de
financiación previstas dejan mucho que desear, empezando porque cerca del 50%
provendrá del presupuesto del Estado y en un 35% con un porcentaje de los ingresos
de las cadenas privadas y de los operadores de telecomunicaciones. Al menos
estos últimos, con toda seguridad, terminarán trasladando a precios su
aportación, con lo que por uno u otro camino seremos todos los ciudadanos los
que acabaremos costeando la cesión que ahora se hace a las televisiones
privadas.
Por otra
parte, es previsible que las dificultades presupuestarias, antes o después,
obliguen a reducir la aportación del Estado, y no será extraño que tanto las
cadenas privadas como los operadores de telecomunicaciones presionen para
restringir su contribución, al tiempo que, como ya están haciendo, pretenderán
condicionar la programación de la pública de manera que no emita programas que
les puedan hacer la competencia. Lo que se pone en juego con esta medida es la
viabilidad de RTVE o al menos la calidad de su programación.
Una vez
más, se adivina el sesgo autonómico y el poder de los nacionalistas. Es difícil
encontrar el motivo por el que las cadenas y operadores que emiten en una sola
Comunidad están libres de tributación. Del mismo modo, resulta curioso que las
televisiones autonómicas queden al margen de toda esta reestructuración, cuando
serían las primeras candidatas para plantear su utilidad, bien porque en
algunas de ellas, como Cataluña o País Vasco, están al servicio de un
nacionalismo sectario, bien porque en otras, como Madrid y Andalucía, están al
servicio y a mayor gloria de las autoridades locales.