La botella casi vacía
Los
apóstoles de los brotes verdes llevan tiempo cifrando en el sector exterior la
esperanza de la recuperación. Recientemente, han saludado con vítores los datos
correspondientes al pasado mes de noviembre, según los cuales, el déficit
acumulado de la balanza de pagos por cuenta corriente en los doce últimos meses
se elevó tan solo al 1,3% del PIB, con lo que cabe suponer que la cifra que
cierre el año se situará a un nivel similar y, desde luego, muy alejado de ese
10% que alcanzó a finales de 2007.
El dato,
sin duda, es relevante porque relevante es para la actividad económica el
comportamiento de la balanza de pagos. Uno de los mayores errores cometido en
la época anterior a la crisis por los rectores de la economía española y de la
europea, así como por aquellos cerebros que acuñaban el discurso económico
oficial, fue el de afirmar que, una vez constituida la Unión Monetaria, los
saldos de la balanza de pagos de los países carecían de importancia. El error
ha sido tanto más grave cuanto que por el contrario se obsesionaron -y
continúan obsesionados- con el déficit público cuando este y el endeudamiento
público solo tienen relevancia, al igual que el endeudamiento privado, en la
medida en que puedan influir en el déficit por cuenta corriente y en el endeudamiento
exterior.
En mi
libro “La trastienda de la crisis”, publicado a principios de 2010, mantenía ya
la tesis de que la causa última de la recesión económica internacional había
que buscarla en los enormes desequilibrios en los saldos de la balanza de pagos
de los distintos países, que transformaban a unos en deudores y a otros en
acreedores, por montantes muy elevados. Querer producir en un país y vender en
otro resulta contradictorio y acaba siendo origen de numerosas situaciones de
inestabilidad. Estos desajustes deberían considerarse en una doble vertiente.
La primera a nivel mundial, con China y EE UU como ejes centrales de los
desequilibrios. Y la segunda en la Eurozona, con Alemania y otros países del
Norte como superavitarios y los países del Sur, entre ellos España, como
fuertemente deficitarios.
Todo lo
dicho con anterioridad viene a ratificar la importancia del relativo buen
comportamiento del sector exterior y explica hasta cierto punto el afán de los
partidarios de ver la botella medio llena por resaltar la cifra del mes de
noviembre. Ciertamente el dato es positivo. Sería de una enorme gravedad que en
la situación de recesión económica actual continuásemos manteniendo, al igual
que Grecia, un déficit por cuenta corriente cercano al 10%. Pero, dicho esto,
no podemos lanzar las campanas al vuelo y olvidar a qué se debe la corrección
de nuestro déficit exterior, que es precisamente a la recesión económica. La
caída de la demanda interna, más
concretamente el consumo de las familias (en moneda constante pierde 10 puntos
desde 2007) y del sector público son las que han restringido fuertemente las
importaciones y han espoleado a las empresas españolas para incrementar sus
ventas en el extranjero. Desde el comienzo de la crisis la demanda interna se
ha reducido en un 16% y las importaciones en el 22%, mientras las exportaciones
han aumentado un 11%.
La
mejora en el déficit exterior no obedece a un incremento de la competitividad.
A pesar de la enorme corrección que se está aplicando a los salarios, el
diferencial de precios no disminuye con respecto a nuestros competidores
europeos y mucho menos frente a otros países que han podido devaluar su moneda;
y no olvidemos que son los precios y no los salarios los que aumentan o
disminuyen nuestra competitividad. Resulta bastante evidente que por muchos
esfuerzos que hagamos la deflación interna no puede sustituir a la devaluación
de la divisa.
La
reducción del desequilibrio exterior está basada en la marcha negativa de la
actividad económica. Pero en esa correlación radica precisamente la
inestabilidad del proceso, porque en el supuesto de que la economía se
reactivase el déficit por cuenta corriente de la balanza de pagos comenzaría de
nuevo a aumentar y a dispararse. Retornaríamos al sistema de crecer a crédito,
que es lo que ha precipitado la crisis. Aunque, en honor de la verdad, el
crecer a crédito ya no es posible porque no nos prestarían. O, dicho de otra
manera, la imposibilidad, e incluso la conveniencia, de aumentar nuestro
endeudamiento exterior impide que el déficit por cuenta corriente se
incremente, y así, una vez más, el sector exterior estrangulará cualquier
posibilidad de reactivación.
He aquí
la enorme diferencia de la crisis actual con la acaecida a comienzos de los
noventa. Entonces el cierre en la brecha de la balanza de pagos se debió a una
mejora de nuestra competitividad originada por la devaluación de la peseta, y
por ello vino acompañada de una reactivación de la economía real y de una
reducción de la tasa de paro. En los momentos presentes la situación puede ser
la contraria, puesto que el equilibrio del sector exterior no obedece a un
incremento de nuestra competitividad, viene más bien impuesto por la
inviabilidad de incrementar nuestro endeudamiento en el exterior, pero que, por
esa misma razón, se transforma en un lastre para la reactivación económica, al
menos en un porcentaje tal (se estima en un 2%) capaz de crear empleo. La
botella está casi vacía.