Alegrías
en la Unión Monetaria
“Hay
tan pocas alegrías en la casa de los pobres…”. Creo que estas fueron las
palabras de Cayo Lara cuando en las pasadas elecciones consiguió unos buenos
resultados. Hay tan pocas alegrías dentro de la Unión Monetaria…, podríamos
decir nosotros también, que después de la última cumbre en Bruselas se han
echado al vuelo todas las campanas y, por el tono de algunos políticos y
comentaristas, cabría suponer que se han superado todos los problemas. No
obstante, el abismo continúa abierto y las contradicciones permanecen. Nadie
quiere oír hablar de la ruptura del euro, pero la posibilidad de que ocurra
está continuamente presente.
No
se puede negar, sin embargo, que en la pasada cumbre sucedió algo importante
que, de hecho, debería haber ocurrido mucho tiempo atrás, por lo menos dos años
antes: la rebelión contra la dictadura de Merkel y el
plante de los países del Sur frente a Alemania, hasta el momento única
beneficiaria de la Unión Monetaria. Monti tuvo la astucia de amenazar con lo
único que de verdad teme la canciller, su dimisión y
la vuelta de Berlusconi. Rajoy, hábilmente, se subió al carro y ambos contaron
con la complicidad de Hollande que, adoptando la
postura contraria a la mantenida por Sarkozy, ha sabido distanciarse de Merkel. Sin embargo, en los acuerdos adoptados, como en
casi todos los de la Eurozona, se dejan muchos flecos sin concretar y la
entrada en vigor de alguno de ellos se pospone al futuro, lo que puede terminar
por desnaturalizarlos o hacerles perder eficacia. Servirán tal vez para
desactivar durante algún tiempo la presión de los mercados, que había creado
una situación insostenible, pero nada nos garantiza que en un plazo breve no
estemos contra las cuerdas y hablando otra vez de una cumbre decisiva.
El
llamado Fondo para el crecimiento de 120.000 millones de euros servirá más para
que Hollande pueda presumir en Francia de cumplir sus
compromisos que para reactivar la economía en Europa, mientras que tan solo se
trate de un cambio de destino en los recursos ya existentes y, sobre todo, en
tanto en cuanto se mantenga la imposición de reformas y ajustes en los países
con un impacto fuertemente restrictivo.
La
gran conquista de Monti fue la posibilidad de que el Mecanismo de Estabilidad
Financiera (MEDE) compre deuda pública de los países que lo necesiten. En
realidad, no constituye ninguna novedad, porque, tal como afirmó Merkel, se encontraba ya entre sus funciones y, como casi
todo, queda sin especificar y no está claro que el sistema se flexibilice. Es
muy dudoso que tal mecanismo pueda ser eficaz. Primero, porque no parece que se
haya eliminado la condicionalidad y, además, porque la actuación debe hacerse a
petición del país afectado, lo que puede representar una especie de estigma
para el Estado que lo solicite. Segundo, por la propia limitación de los
recursos del MEDE. Para que una actuación de este tipo resulte efectiva y
desanime a los especuladores se precisa de una amenaza absoluta incondicional y
rápida, tal como la que realiza cualquier banco central. Resulta muy difícil
que esta función la pueda asumir el MEDE, sujeto a trámites, autorizaciones y
condiciones.
Quizá
más importancia, al menos para España, tiene el hecho de que el MEDE pierda la
condición de acreedor preferente en caso de impago. Tal condición impuesta por Merkel es un boomerang y un arma de doble filo porque
significa que el resto de la deuda del país rescatado queda perjudicada con lo
que, de inmediato, la presión en los mercados se eleva. Es también positivo el
acuerdo adoptado acerca de que la ayuda del MEDE pueda efectuarse directamente
a los bancos sin pasar por el Estado. La medida, sin embargo, queda aplazada, a
petición de Merkel, hasta que se establezca una
supervisión directa de los bancos nacionales a cargo del BCE. Amén de la cesión
de competencia que implica a favor de un órgano antidemocrático, y conociendo
la lentitud de la Unión Monetaria, el tema puede quedar pospuesto sine die.
Acostumbrados
a la inoperancia de los órganos comunitarios y al cerrojo sistemático que Merkel plantea en todas las cumbres, es lógico considerar
positivo lo que ha ocurrido en la última, pero del mismo modo hay que señalar
que todos los temas de fondo permanecen intactos y sin resolver y que la
posibilidad de que la Unión Monetaria desaparezca sigue estando presente. No se
puede mantener una moneda única y una única política monetaria con un abanico
tan enorme en los tipos de interés que pagan los diferentes miembros. Aunque la
presión de los mercados ceda, las diferencias van a ser sensibles, lo que
resulta insostenible a medio plazo y crea una competencia desleal de unos
países respecto a otros.
El
problema central es el del crecimiento económico; sin este, algunos países no
podrán, por más ajustes que hagan, equilibrar las cuentas públicas. Muy al
contrario, los ajustes ahondarán aún más la recesión; y el crecimiento no se
producirá, al menos de manera estable, sin devaluación de la moneda. Un mercado
único y una integración monetaria sin una verdadera cohesión fiscal (como la
que existe entre las regiones de cualquier Estado: presupuesto, impuestos,
inversión pública y prestaciones sociales comunes) escindirá la unión entre
países ricos y pobres, acreedores y deudores, hundiendo estos últimos cada vez
más en el despeñadero. Podríamos preguntarnos cuál sería el destino de
Andalucía, Extremadura o Castilla-La Mancha si el modelo de unión europea se
aplicase a la integración de las regiones españolas, o qué hubiese sido de la
Alemania del Este si la unión entre las dos Alemanias
hubiese seguido el patrón europeo.
La
cuestión estriba, desde luego, en saber si el euro podrá o no mantenerse a
largo plazo. Pero no menos importante es preguntarse el precio en crecimiento,
democracia y derechos sociales que tendrán que pagar países como Grecia,
Portugal o España, incluso Italia, mientras la Unión Monetaria permanezca.