La televisión pública

Entre las múltiples novedades que nos ha traído 2010 se encuentra la ausencia de publicidad en TVE. Algunos la considerarán una buena noticia, pero lo cierto es que una vez más el sector privado parasita al sector público y que la medida se va a traducir o bien en una menor calidad de la televisión pública o bien en canalizar mayores recursos presupuestarios a esta finalidad y, por tanto, en una mayor carga para el contribuyente.

La decisión tomada por el Gobierno sólo tiene una razón de ser, beneficiar a las televisiones privadas, por ello resulta tan incomprensible cuando procede de un ejecutivo que se denomina socialista. Es evidente que el negocio de la publicidad no da para todos. Pero ello se debió pensar antes, en el momento de otorgar las licencias o de planificar la televisión digital.

Y aquí tenemos otra de las novedades de este año, el apagón analógico. Sin duda está constituyendo un lucrativo negocio para las empresas del sector, pero también un considerable gasto para las familias. La propaganda oficial nos pinta el cambio con los colores más atrayentes. La nueva tecnología va  a permitirnos acceder a un número mucho mayor de cadenas, sin embargo la realidad no es tan clara. Lo cierto es que se repiten, puesto que pertenecen al mismo grupo. Son clónicas. No aportan nada nuevo y se limitan a repetir la programación que el canal principal ha emitido la tarde anterior o los capítulos atrasados de las series. Hay canales que se configuran como supermercados, dedicándose exclusivamente a la venta de todo tipo de cachivaches. Es más, tras la época en que primaba la batalla por las concesiones ha llegado la etapa de las fusiones, puesto que los beneficios no resisten.

Sobra cantidad y falta calidad, por ello resulta enormemente peligroso que se penalice la televisión pública para favorecer a las privadas. En éstas ha imperado e impera la telebasura; y tampoco se puede hablar de pluralismo, puesto que son muy pocos los que las controlan y, por muchos canales que existan, la propiedad, según parece, va a estar cada vez más concentrada. Detrás de este número reducido de grupos mediáticos se encuentra permanentemente el poder económico, que, al margen de posibles discrepancias políticas, mantiene un discurso monolítico cuando se trata de defender los intereses del capital y de las empresas.

Vivimos en una sociedad dominada por la imagen y la televisión. A la mayoría de los ciudadanos la única cultura que les llega, si se le puede llamar cultura, es la que emite el receptor de televisión. La televisión conforma los valores, las opiniones, las creencias sociales. Configura en buena medida la estructura de la sociedad. Dejar todo ello en manos del mercado y de los intereses económicos constituye una grave irresponsabilidad.

Se arguye en contra de la televisión pública que está politizada y que defiende los intereses del Gobierno. Al menos en este caso sabemos quién está detrás y a quién podemos pedir cuentas. Este conocimiento nos ayuda a relativizar los mensajes. Por otra parte, una sociedad democrática debe poseer suficientes instrumentos para eludir este peligro y conseguir de la televisión pública una cierta objetividad. Pero es que, además, si de politización hablamos, las televisiones privadas rompen cualquier récord. El grado de sectarismo que practican sólo es comparable con el de las autonómicas que, por cierto, parece que no sean públicas. Aquí las Comunidades Autónomas son sólo Estado cuando les interesa; cuando no, campan a sus anchas.