Salir o no salir, ese no es el dilema
Cuenta
Tito Libio en su “Historia de Roma” que, una vez terminadas las guerras
púnicas, como el rey de Macedonia, Filipo V, atacase a los atenienses, aliados
de los romanos, el Senado acordó declararle la guerra. Tal como era preceptivo,
el cónsul Publio Sulpicio preguntó formalmente al pueblo si aprobaba esta
contienda. Los ciudadanos se mostraron reacios al principio, debido al
cansancio y a los padecimientos que habían tenido que soportar en los largos
años de enfrentamientos contra los cartagineses, por lo que el cónsul antes de
someter la decisión a una nueva votación habló a la población de esta manera:
“Me parece que no os dais cuenta de que no se os consulta si queréis la paz o
la guerra -Filipo, que prepara por mar y por tierra una contienda de gran
alcance, no os dejará esa elección-, sino si preferís llevar las legiones a
Macedonia o dar entrada en Italia al enemigo”. Palabras parecidas serían hoy de
aplicación a los ciudadanos de la Unión Europea.
La
propaganda oficial ha sido tan intensa que durante largo tiempo la UE ha
aparecido en el imaginario popular revestida de toda clase de bondades y
virtudes. En los últimos años, sin embargo, las sociedades han experimentado de
forma evidente el elevado coste que tienen que soportar por el mantenimiento de
la moneda única, y, lo que es aún peor, en muchos de los países se contempla el
futuro sin esperanza alguna. Ello ha hecho que las cifras que arroja el Eurobarómetro en cuanto a la adhesión hacia Europa de las
poblaciones hayan cambiado sustancialmente y no solo y por supuesto en los
países deudores, sino también en los acreedores. España, por ejemplo, que en
2007 estaba entre el grupo de naciones que presentaban una mayor aceptación
(63% que confiaban en Europa frente a un 23% que no lo hacían) ha pasado a la
situación contraria. Ahora asciende al
72% los que desconfían frente tan solo a un tímido 20% de los que confían.
No
obstante, estas cifras chocan con la respuesta que ofrecen los ciudadanos
cuando se les pregunta acerca de si quieren abandonar la Eurozona. Tres de cada
cuatro españoles continúan mostrándose a favor de permanecer en el euro. La
explicación hay que buscarla en los tintes apocalípticos con los que, en los
momentos actuales, se presenta la ruptura de la Unión Monetaria, y al vértigo
que se experimenta siempre ante lo desconocido. Si hace años el discurso
oficial caminaba por los derroteros de “no podemos perder el tren”, ahora se centra en la afirmación contundente
de que no hay vuelta atrás.
Los
ciudadanos europeos hoy, después de cinco años de crisis, al igual que los
romanos tras las guerras púnicas, están cansados, hastiados y rendidos, no
quieren enfrentarse a una nueva aventura como la que significaría el retorno a
la moneda propia. Tienen miedo. En estos momentos el sentimiento más extendido
por las sociedades europeas es el de miedo. Prefieren adoptar la postura del
avestruz y esperar acontecimientos, pero a ellos y a los mandatarios europeos
habría que dirigirles las mismas palabras que el cónsul pronunció en el campo
de Marte. “La cuestión no es salir o no salir. Esa elección no os está
permitida. Las contradicciones inherentes a la Unión Monetaria deciden por
vosotros, la opción se reduce al cómo y al cuándo desaparecerá el euro”.
Al igual
que eran indudables los sacrificios y sinsabores que iba a acarrear mandar las
legiones a Macedonia, resultan incuestionables los costes que se derivarán del
abandono del euro; pero de la misma forma que una guerra en Italia constituía
un escenario más amenazante, alargar la agonía de los países de la Eurozona
para que la ruptura se produzca al final cuando las economías estén en
posiciones mucho más críticas es sin duda la peor opción. Nadie puede negar los
numerosos problemas a los que tendría que enfrentarse la economía
internacional, y más concretamente la europea, ante la desaparición de la
moneda única. Las equivocaciones tienen su coste, que incluso hay que pagar
cuando se corrigen, la cuestión radica en saber: primero, si ese coste es mayor
o menor que el que resultaría de la permanencia en el error, y segundo, si esta
permanencia es posible y, antes o después, no habrá que desandar el camino
andado, con lo que entonces el precio será infinitamente superior.
Aun
aquellos que con más fuerza proclaman la imposibilidad de que desaparezca la
moneda única, inconscientemente muestran la debilidad e inestabilidad del
proyecto. Cuando pretenden describir los muchos y grandes problemas de la
ruptura, todos los hacen derivar del hecho, que nadie por otra parte duda, de
que unas monedas se depreciarían o apreciarían respecto a otras. Es decir, que
los tipos de cambio, sin el corsé de la moneda única, se realinearían en un
nuevo equilibrio. Lo que implica, y lo están reconociendo ya, que la situación
actual es artificial y forzada y no obedece a las condiciones de las
respectivas economías. Dicho de otra manera, que los tipos de cambio nominales
que actualmente mantenemos no coinciden con los tipos de cambio efectivos. ¿Es
posible permanecer durante mucho tiempo con tipos de cambio irreales?
Esta
situación cierra a los países deudores toda posibilidad de recuperación
económica, lo que conlleva la incapacidad, por más ajustes que se realicen, de
corregir el déficit público, y al incremento progresivo del stock de deuda
pública, agravado por los altos tipos de interés que cobra el mercado,
similares a los que exigiría en el supuesto de que pensase que va a producirse
la devaluación. La deuda griega ha sufrido ya una quita y en Chipre la quita ha
recaído sobre los depósitos. ¿Alguien puede creer que Grecia y Portugal no van
a necesitar con el tiempo un nuevo rescate? ¿Acaso Chipre va a poder hacer
frente a una deuda pública que representa el 150% de su PIB? ¿A qué niveles va
a ascender, por muchos recortes del gasto que se acometan, el endeudamiento de
los países del sur? ¿No se van a imponer sucesivamente nuevas quitas en estos
países? La permanencia en la Unión Monetaria de ninguna manera aleja los
problemas con que los países se encontrarían al adoptar una moneda propia, pero
sí les priva de las armas y de los instrumentos con que contarían fuera de la
Eurozona. Antes o después la salida será ineludible. Las legiones pueden no ir
a Macedonia, pero no se podrá evitar entonces que la batalla se dé en Italia. Salir
o no salir no es el dilema, la cuestión radica en el cómo y en el cuándo.