La inoperancia
del G-20
Una
vez más se reúne el G-20, y una vez más se demuestra la inutilidad en la
práctica de tales convocatorias. Desde que estalló la crisis, este foro
informal viene congregándose con pretensiones de ser el gobierno mundial, pero
lo único que demuestra en todas las ocasiones es la enorme brecha que se
produce entre unos mercados globalizados y un poder político fraccionado e
incluso con fuertes enfrentamientos internos.
A
lo largo de estos tres años, no se ha dado un solo paso para resolver los
problemas que, al menos, parecían identificados. Aquella refundación del
capitalismo de la que hablaba Sarkozy se ha
concretado en una vuelta a los principios del capitalismo más salvaje. Los
sistemas financieros continúan sin ser reformados, y permanecen las operaciones
de alto riesgo y los derivados. Los mercados se mantienen principalmente como
casinos y no como centros de inversión. Las remuneraciones de los altos
ejecutivos siguen siendo escandalosas. A pesar de que el G-20 había decretado
de manera pomposa por boca del presidente francés la extinción de los paraísos
fiscales, estos gozan de buena salud y no parece haber voluntad alguna de
ponerles cerco. Las agencias de calificación -en cierta medida, culpables de la
crisis- conservan su preeminente papel y dictaminan, deciden y mandan más que
los gobiernos.
Entre
los distintos participantes del G-20 existen fuertes discrepancias en aspectos
fundamentales, que hacen imposible la toma de decisiones, al menos con la
premura que se precisa para dar respuesta a un mundo financiero globalizado. EE
UU y Gran Bretaña no quieren oír hablar de la tasa sobre las transferencias
financieras que proponen Alemania y Francia. Bien es verdad que estos países la
conciben más como un mecanismo recaudatorio que como un instrumento para
controlar la libre circulación de capitales y evitar las operaciones
especulativas en los mercados financieros, objetivo, por otra parte, totalmente
necesario.
Las
discrepancias aparecen con toda su crudeza a la hora de pronunciarse sobre el
tipo de política económica que debe aplicarse. Europa, guiada y obligada por
Alemania, se inclina por la austeridad, que es contemplada al otro lado del
Atlántico y por los países emergentes, tales como China, India y Brasil, con
reticencias, al responsabilizarla en gran medida de la parálisis y de la
involución que está sufriendo la economía internacional. Este reproche tiene su
parte de verdad, puesto que es muy posible que se estén cometiendo los mismos
errores que en los años treinta del siglo pasado.
El
tema resulta evidente cuando se aplica a la política practicada por el BCE.
Hasta la OCDE reclamaba el otro día, y con los ojos fijos en el G-20, que los
bancos centrales bajasen los tipos de interés, recomendación que tan solo podía
ir dirigida al BCE, porque el Banco de
Ahora
que Trichet deja la presidencia, tanto él como sus
acólitos se escudan detrás del argumento de que el único mandato que tiene el
BCE es la estabilidad de precios y que ese objetivo lo han cumplido. Es cierto
que esta institución nace con graves pecados originales, entre ellos el de
limitar su función al control de la inflación, pero ello no puede servir de
pretexto para desentenderse del crecimiento. Si de lo único que se trata es de
mantener estables los precios sin importar el coste que haya que pagar por ello,
sobra el BCE y todos sus expertos con los muchos millones de euros que nos
cuesta. Lo difícil, y por lo tanto donde radica la cuestión, es contener la
inflación dentro de unos márgenes razonables sin ahogar el crecimiento y el
empleo.
Europa
tampoco está muy acertada en cuestiones de política fiscal. El puritanismo de Merkel se está imponiendo, con lo que los países miembros
se encierran en un círculo infernal. Para corregir el déficit se les fuerza a
ajustes, en muchos casos brutales, que les condenan al estancamiento económico,
pero ese mismo estancamiento incide negativamente sobre el déficit. La
expresión más clara de esta contradicción se encuentra en la referencia sobre
España contenida en el documento elaborado en la última cumbre. Por una parte,
se le exige que continúe con los ajustes y, por otra, se le reclama que
introduzca estímulos en la economía para asegurar el crecimiento y corregir el
paro. Vamos, cuadrar el círculo.
Los
mandatarios europeos han querido llegar a la reunión del G-20 en Cannes con las
tareas hechas, tal como se suele decir pedantemente en
Así
y todo, Van Rompuy y Barroso, sacando pecho,
escribían antes de la cumbre una carta dirigida al G-20, en la que anunciaban
que Europa cumpliría sus deberes, al tiempo que pretendían poner la pelota en
el campo contrario, al señalar que se mantienen muchos de los desequilibrios
macroeconómicos anteriores a la crisis y que están en su origen. Sin citarlos
expresamente se referían a China y a otros países que mantienen tipos de cambio
devaluados. Curiosamente los dos presidentes (de la Comisión y del Consejo) han
puesto el dedo en la llaga porque, mientras se mantengan fuertes desequilibrios
en las balanzas de pagos (el superávit chino y el déficit de EE UU) y no se
permita que los tipos de cambio realicen el ajuste, será muy difícil que la
economía mundial salga del estancamiento.
Barroso
y Van Rompuy tienen razón, pero no ven la viga en el
propio, porque esos desequilibrios que denuncian de China y de EE UU se
producen también en Europa con