Hipocresía maquiavélica
Maquiavelo
sitúa en lugar preponderante entre las cualidades del príncipe la capacidad
para mentir, disimular y conseguir que el pueblo vea como blanco lo que es
negro: “…el que mejor ha sabido imitar a la zorra ha salido mejor librado. Pero
hay que saber disfrazar bien tal naturaleza y ser un gran simulador y
disimulador; y los hombres son tan crédulos, y tan sumisos a las necesidades
del momento, que el que engaña encontrará siempre quien se deje engañar…”.
Estos consejos de Maquiavelo han sido plenamente integrados en el mundo
político actual y también por el mundo económico, puesto que, tal como afirmaba
ya hace algunos años en mi libro Réquiem por la soberanía popular, en la etapa
presente el poder económico constituye la más perfecta encarnación del príncipe.
Hoy se engaña con el mayor descaro y las falacias más evidentes se presentan y
se aceptan como dogmas indiscutibles.
El
lenguaje y su tergiversación son parte esencial de esa estrategia. Los
eufemismos se usan de manera intencionada. Así, se habla de liberalizar o
reformar el mercado laboral, cuando lo único que se pretende es eliminar las
garantías que hasta ahora poseían los trabajadores, dejándoles indefensos en la
lucha desigual que mantienen con los empresarios; y contra todo razonamiento se
afirma como verdad incuestionable que el abaratamiento del despido reduce el
desempleo, cuando el sentido común y la experiencia indican bien a las claras
todo lo contrario.
El
Gobierno, tres días después de afirmar que el próximo año no va a subir los
impuestos, anuncia unas medidas que claramente tienen esta condición solo que
no las denomina así, sino de “ajuste técnico del sistema fiscal”. En ese mismo
sentido, ha informado de que va a elaborar una ley a la que llamará de
“desindexación” (palabra horrible), orientada a eliminar cualquier relación
entre los contratos y el índice de precios, antecedente de lo que se pretende
hacer con los salarios de los empleados públicos y con las pensiones. Se
utiliza también aquí una argumentación engañosa, al considerar que la inflación
tiene un impacto negativo sobre el saldo presupuestario cuando los gastos están
indexados, sin tener en cuenta que los ingresos (impuestos) guardan siempre una
evolución similar a la de los precios, con lo que el efecto de la inflación desde
el punto de vista presupuestario puede ser más bien positivo.
La
superchería impera desde hace tiempo en el ámbito de las pensiones públicas,
primero haciendo creer que su financiación debe depender exclusivamente de las
cotizaciones sociales y segundo, y más fundamental, asegurando que su
sostenibilidad se basa en la relación activos-pasivos. Esta ratio, sin embargo,
carece de importancia, pues lo relevante no es cuántos producen sino cuánto se
produce. Para mantener la neutralidad en la distribución de la renta entre los
jubilados y el resto de la población, las pensiones deberían evolucionar al
mismo ritmo que lo hace la renta per cápita. Esta última magnitud ha sufrido a
lo largo del tiempo incrementos mucho más elevados que los del índice del coste
la vida por lo que la actualización de las pensiones, tal como se ha venido
realizando, lejos de constituir un trato de favor a los jubilados, disminuye su
participación en el reparto de la renta.
Pertenece
también al ámbito de los discursos falaces la tesis de que el futuro gasto en
pensiones va a representar una carga insoportable y una injusticia para las
próximas generaciones, ya que si en los próximos años la productividad del
trabajo crece y la renta aumenta será gracias a las inversiones realizadas por
el Estado (educación, infraestructuras, tecnología, etc.) y financiada por los
impuestos de los actuales y futuros pensionistas cuando eran activos.
Pero la
hipocresía mayor se aplica al tratar del déficit público, puesto que las
fuerzas políticas y económicas, incluyendo los medios de comunicación social,
han logrado que se acepte con carácter general y como verdad incontestable que
los desequilibrios presupuestarios obedecen a la expansión del gasto público,
cuando lo cierto es que si se miran las cifras con detenimiento aparece sin
ninguna duda que su causa es la caída de los ingresos. Los últimos datos
facilitados por Eurostat muestran dramáticamente que
la presión fiscal española ha descendido desde el año 2000 cuatro puntos
porcentuales, situándose en 2011 en un 31,4%, a siete puntos de distancia de la
media de la Unión Europea, por debajo de casi todos los países, incluso de
Grecia. Solo Lituania. Bulgaria, Rumania, Eslovaquia e Irlanda arrojan cifras
inferiores.
Esta
evolución totalmente atípica de la recaudación se explica por la relajación
progresiva de la lucha contra el fraude fiscal que viene advirtiéndose desde
hace por lo menos veinte años y por las sucesivas reformas fiscales,
principalmente las tres últimas (dos de los Gobiernos Aznar y una del Gobierno
Zapatero) en las que se ha ido trasladando la carga fiscal hacia los impuestos
indirectos y rentas del trabajo, exonerando a las rentas del capital y a las
sociedades. En este esquema, el brutal incremento del paro tenía que generar
por fuerza el desplome de la recaudación.