Draghi en Davos

Las cumbres de Davos tienen la particularidad de sorprendernos con las afirmaciones más desvergonzadas y retorcidas. Este año le ha tocado el turno, entre otros, a Mario Draghi, presidente del Banco Central Europeo. Ha declarado que en la eurozona ha habido “progresos excelentes”. Si se compara la situación actual, mantiene, con la de hace cinco meses se ve los avances que los países han llevado a cabo en materia de consolidación fiscal y reformas estructurales. No sé lo que Draghi entiende por progreso. Resulta difícil aceptar que se pueda tener por avance el empobrecimiento de la población o esas reformas estructurales que están destruyendo todas las conquistas sociales y laborales del pasado, y tampoco parece lógico que se entienda por progreso el hecho de haber introducido la economía de la eurozona en recesión incrementando el desempleo. 

 

El presidente del BCE continuó su plática afirmando que “la unión fiscal no se puede hacer a base de transferencias en las que unos países pagan para que otros gasten como quieran. Una unión fiscal comienza con normas que aseguren que los países pueden quedarse”. Una concepción de la unión fiscal un tanto estrambótica pero muy en consonancia con los intereses de Alemania y con el discurso conservador que impera en la mayoría de los países en la actualidad. Esta visión política nos hace retroceder más de un siglo, porque lo sustancial en toda unión fiscal es la redistribución. Una Hacienda Pública bien construida trasfiere cuantiosos recursos de las clases de rentas altas a las de bajos ingresos y, como consecuencia, de las regiones más prósperas a las menos desarrolladas, trasferencias que no son más que las contrapartidas necesarias para compensar los desequilibrios que genera entre los países y regiones la integración mercantil y monetaria.  

 

En Europa, la unión de los mercados y la creación de una sola moneda se han querido realizar manteniendo separadas las distintas haciendas públicas. La UE no cuenta con impuestos propios ni con un presupuesto que pueda recibir en sentido propio tal nombre. El actual es un mero remedo, ya que su cuantía apenas alcanza el 1,2 % del PIB comunitario. Por no existir, no existe ni un tesoro global que emita deuda comunitaria, e incluso el BCE está muy lejos de asumir las competencias que son propias de un banco central en cualquier Estado.

 

Cuando los mandatarios europeos hacen referencia a la unión fiscal —la prueba más palpable son las declaraciones de Draghi que estamos comentando—, parece ser que reducen exclusivamente el concepto a la existencia de unas normas comunes; pero cuando las realidades económicas son distintas y se carece de mecanismos de compensación, obligar a todos los países a someterse a la misma política de ajustes no solo no reduce los desequilibrios y desigualdades entre las naciones sino que los aumenta.

 

La cesión de soberanía a una unidad superior únicamente es aceptable  cuando esta se rige por intereses comunes y por instituciones verdaderamente democráticas. Hoy, en la eurozona faltan ambas cosas, y la unión que se persigue se acerca a la del antiguo colonialismo, con una metrópoli (Alemania) y unas colonias (el resto de los países). Los mecanismos de dominación y de explotación son ciertamente económicos pero muy eficaces. La última pretensión de Merkel de enviar un “virrey” a Grecia para controlar sus finanzas es sin lugar a dudas impúdica y muestra bien a las claras sus intenciones y en qué se concreta la unión fiscal que defiende.