Keynes, un
sujeto peligroso
Se
dice que allá por los años cincuenta entre los banqueros y hombres de negocios
de Estados Unidos se consideraba a los keynesianos tan enemigos del orden
establecido como a los mismos marxistas, e incluso como un peligro más concreto
e inminente a corto plazo. Las fuerzas económicas vislumbraban en las
enseñanzas de ese lord inglés, educado en los más puros ambientes victorianos,
los gérmenes de un pensamiento auténticamente revolucionario. Toda la arquitectura
social de los privilegiados se fundamenta en el principio de que la igualdad se
opone al expansión económica y en que, tal como dicen,
hay que agrandar la tarta antes de repartirla. Las medidas antisociales se
justifican siempre por la necesidad de favorecer el ahorro y el crecimiento.
Ahora
bien, lo que demuestra la teoría keynesiana es precisamente lo contrario, la
desigualdad y el correspondiente incremento del ahorro, lejos de ser una
condición para el crecimiento, constituyen a menudo un obstáculo. Keynes
mantenía que aunque la inversión y el ahorro realizados son iguales por
definición, la inversión y el ahorro planeado no tienen por qué coincidir. Un
exceso de ahorro planeado sobre la inversión planeada desencadena fuerzas
contractivas, con lo que se produciría la paradoja de que un incremento del
ahorro planeado podría llevar a una reducción del ahorro efectivo mediante una
disminución de
Tales
planteamientos hacen saltar por los aires el castillo construido en forma de
excusa para defender la acumulación capitalista. De ahí que las fuerzas
políticas y económicas recurran a las políticas keynesianas cuando no tienen
más remedio porque la crisis los ha colocado al borde del abismo, pero huyen de
ellas como de la peste tan pronto como pasa el peligro y vuelven a enarbolar el
discurso de la austeridad: reformas y ajustes, sangre, sudor y lágrimas… para
los de siempre, claro.