La soberanía de
las agencias de calificación
Standard
and Poors (S&P) ha
degradado la calificación de la deuda soberana de Estados Unidos. Por muy
grande que sea su déficit y el volumen de su deuda, el hecho puede calificarse
como insólito. Solo cabe una explicación política. No deja de resultar curioso
que Estados Unidos reciba de su propia medicina.
Desde
sus orígenes, la burguesía ha desconfiado de la democracia sospechando que
podría poner en peligro sus privilegios. Ya Benjamín Constant distinguía dos
tipos de liberalismo, uno bueno (el de los modernos), que provenía de
Montesquieu y consistía en mantener un ámbito de independencia personal y de
autonomía, y el otro malo (el de los antiguos), que tenía su origen en Rousseau
y se caracterizaba por permitir al pueblo participar en los asuntos del
gobierno.
Las
fuerzas económicas han permanecido vigilantes para que el voto del pueblo no
interfiriera en sus intereses. En esa tarea no dudaron en echar mano del
ejército (por ejemplo en España y en América Latina) cuando intuían que sus
prerrogativas se veían amenazadas. Desde 1971, año en el que Estados Unidos
asumió la libre circulación de capitales y fue extendiéndola por el resto de
los países, el capital no ha necesitado ya de cañones, ha dispuesto de sus
propias armas. Durante bastantes años, el Consenso de Washington, de la mano
del Fondo Monetario Internacional, privó de soberanía a la mayoría de las
naciones subdesarrolladas, imponiéndolas sus prescripciones.
Recientemente
el ataque ha cambiado de nivel, se ha dirigido contra Europa, convirtiendo la
democracia de países tales como Grecia, Irlanda, Portugal y España en papel
mojado. El último asalto, no carente de osadía, ha alcanzado incluso a