En
Europa, la crisis se llama euro
En
una entrevista concedida al semanario Der Spiegel, el
ministro del Interior alemán, Hans- Peter Friedrich, sostiene que “la
posibilidad de Grecia para regenerarse y ser más competitiva es ciertamente
mayor fuera de la Unión Monetaria”. Lo relevante de tales declaraciones es que
se trata de la primera vez que un mandatario europeo asume públicamente que un
país puede tener mejores perspectivas económicas fuera de la Eurozona que
dentro de ella. No le falta razón al ministro, aunque solo sea porque dentro
del euro a Grecia le va a resultar
imposible la recuperación. Antes o después, se va a ver obligada a
abandonar la Unión Monetaria, y cuanto más tarde lo haga en peores condiciones
se encontrará y mayor coste le supondrá adaptarse a las nuevas circunstancias.
La
pregunta que surge es si el problema radica exclusivamente en Grecia o si
abarca a toda la Eurozona, y si no se verán obligados a abandonar la moneda
única poco a poco todos los países. Hay que pensar que incluso Francia, si se
quedase sola junto con Alemania, comenzaría a tener graves dificultades para
mantener la misma divisa y el mismo tipo de cambio que el país germánico.
Lo
más grave de la situación actual es que a estas alturas continuamos errando en
el diagnóstico. Seguimos pensando que el problema reside en la prodigalidad de
Grecia y de otros países periféricos o que la causante de esta situación es la
crisis importada de EEUU, o incluso la política suicida de ajustes impuesta por Alemania al resto de los países. Todos estos
factores pueden ser reales y es posible que hayan contribuido a aumentar el
laberinto en el que se encuentra la Eurozona, pero ninguno de ellos es la causa
última. El fondo del asunto se encuentra en las contradicciones del proyecto y
en la inviabilidad de una unión monetaria sin verdadera unión fiscal, a la que
Alemania no estará dispuesta nunca porque toda unión fiscal, por poco
progresiva que sea, conduce a fuertes flujos de recursos de las regiones más
opulentas a las menos favorecidas. Basta con ver lo que ha ocurrido con la
unificación alemana.
En
Europa, se quiera o no, la crisis se llama euro y no desaparecerá hasta que la
Unión Monetaria se rompa. Los políticos se niegan a aceptar que se han
equivocado. Solo los enormes intereses en juego pueden ocultar el verdadero
diagnóstico, diagnóstico que estaba claro desde el principio. Hace quince años,
en el diario El Mundo escribía yo lo siguiente en un artículo:
“Haríamos
mal, no obstante, en pensar que a corto plazo las contradicciones del proyecto
Unión Monetaria (UM) van a generar un fuerte cataclismo económico y financiero.
No es previsible, sobre todo porque las fuerzas capitalistas y empresariales
están fuertemente interesadas en el proceso. Más bien puede suceder lo
contrario: que la aparición del euro se salude de momento con cierta euforia
financiera y económica, tal como ya está ocurriendo en estos momentos. Pero los
envites económicos se dilucidan a medio y a largo plazo, y ahí sí que,
ineludible y progresivamente, irán surgiendo todas las incoherencias y las lacras
del diseño adoptado.
Los
ciudadanos europeos se irán percatando de que la idea de democracia se les
escurre poco a poco entre las manos, para quedar reducida a una palabra sin
contenido, y que las decisiones económicas, aquellas que afectan fundamentalmente
a sus vidas, son tomadas bien por los mercados financieros –eufemismo para
indicar los poderes económicos- o bien por instituciones europeas políticamente
irresponsables y sobre las que ellos no tienen ninguna influencia. Comprenderán
que la UM ha servido para eliminar cualquier riesgo que pudiera acechar a los
dueños del dinero, alejándoles de los peligros de la inflación o de las
devaluaciones, pero a condición de ir aumentando gradualmente los de la mayoría
de la población, comenzando por la amenaza del desempleo o de la precariedad
laboral, y terminando por las contingencias sociales, cada vez menos cubiertas
por los sistemas públicos de protección.
Los
sistemas fiscales en un mercado único con libre circulación de capitales sin
armonización fiscal y en el que, con enorme hipocresía, se admite la existencia
de paraísos fiscales para los que no se establece la menor sanción, irán
perdiendo paulatinamente progresividad y recayendo en exclusiva sobre los
trabajadores, mientras las rentas empresariales y de capital se ven exentas de
toda tributación ante el chantaje de emigrar a otros territorios dentro de la
Unión más confortables fiscalmente.
Las
enormes tasas de paro actuales, lejos de reducirse, se incrementarán espoleadas
por la política deflacionista de una institución, el BCE, que tiene como única
misión la estabilidad de precios, y por la carrera sin fin de los Estados por
tener la menor tasa de inflación -¿hasta dónde?- con la que ganar
competitividad y aumentar así su participación en ese mercado único. Ningún
Estado se preocupará de agrandar la tarta, tan solo de robar un trozo de pastel
al vecino. Ante una política monetaria común y la imposibilidad de modificar el
tipo de cambio, los salarios se transformarán en la única variable de ajuste
posible, incluso cuando el desequilibrio venga motivado por el hecho de que los
empresarios pretendan obtener más beneficios.
La
dimensión exigua, casi ridícula, del presupuesto comunitario imposibilita la
existencia de verdaderos mecanismos de compensación interterritorial capaces de
neutralizar los desequilibrios regionales que la moneda y el mercado único
generarán. Los actuales fondos estructurales y de cohesión son un remedo,
cuantitativamente inoperantes, pero su existencia incluso se cuestiona para el
futuro. Bienvenido sea el Euro, regocijémonos ahora, porque tras la euforia y
el triunfalismo aparecerán muy pronto los obstáculos y las
complicaciones.” (El Mundo, 16 de marzo
de 1998).
Creo
que, por desgracia, estos vaticinios se van cumpliendo al pie de la letra.
¿Clarividencia? No. Simple realismo y carencia de intereses y prejuicios. Los
mandatarios europeos harían bien en cantar la palinodia, reconocer que se han
equivocado y dedicarse a trazar con el mayor sigilo un plan coherente y lo
menos traumático posible para desandar el camino andado. Aferrarse a la idea de
mantener como sea la UM va a tener consecuencias muy graves para todos los
países, pero en mayor medida para los periféricos que, gracias a la moneda
única, presentan graves desequilibrios y un fuerte endeudamiento.