El triángulo de la culpabilidad

Joaquín Almunia ha asegurado tajantemente que “lo siente por los enemigos del euro, pero que este va a perdurar”. Así dicho suena bien y supongo que son muchos los que desean su permanencia, todos aquellos que obtienen del tinglado notables beneficios. Pero el voluntarismo no basta. La Unión Monetaria (UM) está construida sobre tal cúmulo de contradicciones como para que las posibilidades de que antes o después termine explotando sean muy grandes. En cualquier caso, de lo que no cabe duda es del enorme coste que comporta para la mayoría de los ciudadanos. Tal como era previsible, está arrinconando contra las cuerdas a las sociedades de los países miembros más débiles, que repiten el mismo calvario por el que tuvieron que pasar los países latinoamericanos hasta que lograron independizarse del Fondo Monetario Internacional. La UM está cuestionando todos los elementos del Estado del bienestar.

 

Hay quien pretende explicar la situación actual con el siguiente argumento: hemos vivido por encima de nuestras posibilidades y los acreedores nos obligan ahora a tomar una amarga medicina. Desde esta visión todos somos culpables. Primeramente, habría que determinar quiénes son los que han vivido por encima de sus posibilidades. Desde luego, los trabajadores no, que en casi todos los países, y por supuesto en el nuestro, apenas mantuvieron el poder adquisitivo. Qué duda cabe de que hay culpables. Cada país debe determinar los suyos, aunque seguramente serán muy parecidos en todos ellos. En España podríamos hablar de un triángulo formado por tres vértices: la UM, los banqueros y los políticos.

 

Los banqueros en España se atreven a dar consejos, a exigir más y más reformas, todas en la misma línea, desregulación del mercado laboral, recortes en los gastos sociales y disminución y precarización de los servicios públicos. El ministro de Trabajo tenía razón cuando afirmó que son las entidades financieras las que se encuentran en el origen de la crisis. Primero apostando claramente por la moneda única y utilizando para este fin toda su influencia, y más tarde aprovechándose de ella para crear la burbuja inmobiliaria. Los bancos españoles pretendieron evitar toda clase de riesgos. Mediante el euro eludieron el de la variación del tipo de cambio, e imponiendo intereses variables a los clientes, el riesgo asociado a la posibilidad de que pudiesen subir.

 

El negocio no podía ser más saneado. La pertenencia al euro les proporcionaba acceso al crédito de los mercados financieros con precios reducidos. El único esfuerzo que debían realizar era encontrar, o si era preciso crear, demanda de crédito en el interior. Y a ese menester se lanzaron con ahínco, compitiendo entre ellos e intoxicando a los clientes en múltiples ocasiones. Los tipos de interés variable y plazos de reembolso de 40 años fueron instrumentos adecuados y sirvieron de espejismo, haciendo creer a los prestatarios que podían devolver el crédito. Nadie les avisó de que, a esos plazos, las anualidades estaban constituidas fundamentalmente por intereses y que podrían doblarse tan pronto como subiesen algún punto los tipos.

 

Los banqueros, esos señores con sueldos tan fabulosos, justos –según dicen– para recompensar tanta técnica y sabiduría, cometieron errores de bulto y se han manifestado como el culmen de la incompetencia. Creyeron haberse librado de cualquier riesgo y así parecía ser a nivel individual. Con el euro había desaparecido el escollo del tipo de cambio, y el de las variaciones en las tasas de interés, se lo habían transferido a los clientes mediante tipo variables. Y si alguno de los hipotecados resultaba insolvente, ahí estaba la vivienda para responder del crédito. Se olvidaron, sin embargo, del riesgo sistémico. Una burbuja no puede durar mucho tiempo y, antes o después, termina por pincharse. Y así ocurrió. No vieron, o no quisieron ver, que el valor de las garantías no podía continuar incrementándose, que los precios de las viviendas más bien se reducirían, y que el valor del suelo tendería casi a cero. No se precisaba ser un lince para constatar que era imposible que la construcción de viviendas continuase al mismo ritmo, por lo que el frenazo sería inevitable y la ingente cantidad de suelo acumulado por los promotores pasaría a ser irrealizable y su valor como garantía a corto plazo cero. Un nuevo elemento vendría a complicar la situación. En un mercado laboral totalmente desregulado, la crisis hizo saltar las cifras de paro y, con ellas, el número de impagados, y por lo tanto la acumulación de casas y suelo en el balance de los bancos.

 

Pretenden convencernos de que solo algunas de las entidades financieras, en concreto, las cajas, han sido las responsables. La culpabilidad, no obstante, es generalizada. Es posible que la incompetencia o la avaricia hayan conducido  únicamente en unos pocos casos a la quiebra de las entidades o a dificultades económicas extremas, haciendo inevitable la inyección de fondos públicos; pero el que en otros, al menos por ahora, estas intervenciones no hayan sido necesarias no quiere decir que sus balances no estén dañados y que no hayan tenido que restringir fuertemente el crédito. El gran problema de la economía española, origen del enorme desempleo y lastre para cualquier atisbo de posible recuperación, se encuentra en el estrangulamiento de la financiación bancaria. Son todas las entidades financieras las que están condenando a nuestra economía al estancamiento. Son los errores de esos cerebros tan cualificados que dirigen nuestros bancos y cuyas remuneraciones son de escándalo los que nos han conducido a la situación actual. Por eso resulta tan inadmisible que pontifiquen acerca de la reforma del mercado de trabajo, cuando la única reforma verdaderamente necesaria e imprescindible es la del sistema financiero.

 

Otro vértice del triángulo de la culpabilidad lo constituye la mayoría de los políticos, especialmente los de los dos partidos mayoritarios y de aquellos otros que, a lo largo de estos años, les han apoyado. Pero de esto hablaremos otro día..