Entre la Monarquía y el Senado

La semana pasada, la sociedad española ha transitado alrededor de dos partos: por un lado el de la heredera y por otro el de las Cortes soberanas admitiendo a trámite el proyecto de Estatuto de autonomía de Cataluña. Don Felipe estuvo bien con eso del signo de los tiempos, muy conciliar ahora que la Iglesia se ha hecho poco conciliar, y me refiero al concilio Vaticano Segundo. Efectivamente, no parece que la discriminación de las mujeres vaya con los signos de los tiempos; en todo caso lo que se impone es la discriminación del hombre, y si no véase la ley de violencia doméstica. De todas formas, recurrir a los signos de los tiempos tiene su peligro, porque a alguien se le podía antojar que lo más contrario a los signos de los tiempos es la propia monarquía.

Don José Luis, el pobre, estuvo peor. Lo único que se le ocurrió afirmar a la salida de la clínica es que la monarquía es la garantía de la unidad territorial de España. Apañaos estamos. Eso es lo que desean los nacionalistas, que el único lazo de unión sea la monarquía. Hay otros, entre los que se encuentra el vicepresidente económico, que se preocupan mucho de la unidad de mercado. Preocupación vana. En los tiempos que corren, la única unidad que está a salvo, tanto en España como en Europa, es la de mercado.

Los portavoces socialistas, en su estrategia de defensa frente a los ataques del Partido Popular, reiteran con machaconería que el PP exagera y miente cuando afirma que la unidad de España está en peligro. La unidad de España está a salvo, repiten. Sin duda tienen razón. Pero tal vez ahí radique el problema. Porque hay muchos tipos de unidades, y algunas son peores que la desunión. Por ejemplo, la Unión Europea. Unión de mercado, financiera y monetaria, pero sin unidad fiscal, social y laboral. Lo que a algunos nos preocupa no es la unidad de España, sino la unidad y cohesión del Estado, del Estado social, que implica como premisa primera y fundamental la unidad de la Hacienda Pública. El Estado liberal, el Estado policía se puede disgregar sin que suceda nada, continúa habiendo Estados policías, solo que mas pequeñitos; pero cuando el Estado social se desvertebra, en un mercado único, a las nuevas unidades políticas nacientes les resultará imposible, o al menos muy difícil, configurarse como Estados sociales, más bien tendrán que asemejarse cada vez más a los Estados policías. Eso es lo que está ocurriendo en la Unión Europea, que los Estados nacionales se ven impelidos a abandonar las premisas del Estado del bienestar y a adoptar los principios del laissez-faire, laissez-passer.

Al tiempo que se quiere reformar la Constitución para cambiar la línea de sucesión de la monarquía, se pretende modificar también la estructura y las funciones del Senado, dicen que para convertirlo en verdadera cámara territorial. Y uno no puede por menos que preguntarse que para qué, porque, hoy por hoy, ya tenemos cámara territorial: la del Congreso. ¿Es que acaso hay en el Parlamento otro debate que no sea el territorial? ¿No son los nacionalismos los que están marcando la agenda política del país?

Tal como se ha configurado el juego electoral, estamos abocados, o bien a la mayoría absoluta de uno de los dos partidos nacionales, o bien a que las formaciones políticas nacionalistas se constituyan en árbitros de la situación que, por su propia naturaleza y al atender exclusivamente al bienestar de una región, primarán a ésta en detrimento de las otras. Y no se sabe muy bien cuál de los dos resultados es peor. Ante esta realidad hay quien ha propuesto que antes que reformar el Senado, se reforme el Congreso. Parecen tener razón, y la tendrían si no fuese porque la solución que proponen es aun peor: la de convertir el sistema en mayoritario, o la de exigir mayores mínimos, que si es posible que nos librasen de los chantajes nacionalistas nos condenarían a estar sometidos permanentemente al despotismo de la mayoría absoluta.

Desde sus comienzos, los procedimientos democráticos estuvieron bajo sospecha. La participación del pueblo en el control político fue aceptada progresivamente con desconfianza y no sin adoptar medidas compensadoras. Al principio fue el voto censitario. La capacidad de votar quedaba restringida a aquellos que tenían un determinado numero de propiedades. Más tarde, habiéndose aceptado el sufragio universal, las distintas constituciones idearon instrumentos que condicionasen los resultados electorales de manera que se centrasen y que en mayor o menor medida quedasen excluidos los partidos minoritarios que podían ser también los más radicales.

En nuestro país, con la excusa de la gobernabilidad, se introdujeron correcciones serias a la proporcionalidad, desde la circunscripción provincial hasta la ley D’Hont, pasando por la exigencia de mínimos para tener representación o el reparto desigual de los diputados por provincias. El resultado está a la vista: la pluralidad política ha quedado reducida a dos grandes formaciones que, al margen de enfrentamientos de poder, tienen en muchas materias posiciones parecidas, y a los partidos nacionalistas, que, por tener concentrados sus votos en una región, no sufren el castigo de las citadas correcciones.

La solución a este empobrecimiento de nuestra vida democrática no puede venir de la mano de incrementar las restricciones a la proporcionalidad, de manera que se haga imposible también la representación de los partidos nacionalistas, abocándonos al turnismo de dos grandes formaciones, sino a adoptar una proporcionalidad estricta que permita la existencia de otros partidos e incluso la posibilidad de fragmentación de los actuales, de manera que el abanico de las formaciones políticas represente realmente la pluralidad política de la sociedad española. Las mayorías absolutas serían improbables, pero también se evitaría el monopolio de los partidos nacionalistas a la hora de garantizar la gobernabilidad y el precio a pagar por ello.