El tres por ciento

Envolverse en una bandera como mecanismo de defensa venía siendo hasta ahora privativo de los movimientos nacionalistas. Cualquier ataque a CiU o al PNV se interpretaba como una ofensa a Cataluña o al País Vasco. Pujol fue uno de los primeros en utilizar tal subterfugio en el caso de Banca Catalana, y ahora su discípulo Mas no ha dudado en emplearlo de nuevo ante la imputación de que su formación política estaba implicada en el cobro de comisiones por obras públicas. Pero en Cataluña parece que todos son nacionalistas, porque también Maragall pone a la institución como escudo en una querella que sólo va contra su persona. No veo yo por qué los presidentes de las Comunidades Autónomas no van a tener que responder ante los tribunales como cualquier ciudadano. Para irresponsable, penalmente se entiende, ya tenemos bastante con el coronado.

Lo cierto es que tal vicio se ha debido de generalizar, señal de lo útil que resulta practicarlo, porque en Madrid, que no somos, creo yo, demasiado nacionalistas, Esperanza Aguirre también utiliza como escudo a la institución y cuando Eurostat descubre el pufo de Mitra -difícilmente se puede aceptar que su endeudamiento no es endeudamiento de la Comunidad- lo interpreta como manía persecutoria de Zapatero a la villa y corte. La generalización se ha hecho tan amplia que ha trascendido los límites de lo político para adentrarse en el sector privado, y llegar a espacios tan prosaicos como el financiero. Allí también se sacan las banderas a pasear y las imputaciones a Francisco González se consideran imputaciones al BBVA, y cuando procesan al señor Botín parece que es al BSCH al que procesan. El beneficio más inmediato de tal hipóstasis es la de utilizar los inmensos medios de las instituciones para defender a sus gestores.

Pero si algo enseña “el tres por ciento”, es que tanto en el sector público como en el sector privado los intereses de los gestores no se identifican con los de las instituciones que presiden y que los mecanismos a disposición de los presidentes, bien sean de una Comunidad o de una multinacional, para obtener beneficios propios a costa de la entidad que presiden son múltiples y variados. El riesgo siempre persiste, pero será tanto menor cuanto más reglados estén los procedimientos y más estrictos sean los mecanismos de control. Al unísono de la ideología neoliberal se ha ido generando una mentalidad en la Administración que, con la excusa de la eficacia, ha despreciado todos estos instrumentos considerándolos retardatarios y colocando como ideal y espejo el modo de gestionar -se dice- de la iniciativa privada. El resultado no puede ser otro que aumentar las posibilidades de corrupción. Cataluña ha sido siempre pionera en eso de desdeñar los procedimientos administrativos y de adoptar métodos privados de gestión.

Las señales de alarma han sonado a menudo en el sector de la construcción, bien sea en la recalificación del suelo bien en la obra pública. Y es que es mucho el dinero que se maneja y bastante elevado el grado de discrecionalidad de que se goza a la hora de decidir. Todos los alcaldes tienen vocación de arquitectos. Las obras públicas se multiplican, y uno no sabe muy bien si se hacen porque se necesitan o porque hay que dar de comer a los constructores; eso sí, previo pago de las correspondientes comisiones. Las zanjas se abren y se cierran en una serie sin fin. Los scalextrics se ponen y se quitan. Y curiosamente la única partida que sale bien librada en la cruzada que ha emprendido el neoliberalismo económico contra el gasto público es la de las inversiones en ladrillos.

Las alarmas han sonado con frecuencia, pero siempre se han tapado bajo un manto de complicidad y silencio. Se dice que en Cataluña era de todos conocido, pero nadie lo ha denunciado nunca. Se cubrían mutuamente y, sobre todo, se salvaguardaba la institución. Esto quizás explique la indignación de los convergentes. Este presidente es un insensato, en un momento de calentamiento se ha cargado las reglas del juego, la legislatura, que ha dicho Mas. Ha puesto en crisis el chiringuito. Con lo bien que les iba echando después la culpa de su deuda al Estado central.