Dogmatismo episcopal

Me he referido con frecuencia al comentario que en cierta ocasión me hizo un amigo perspicaz, perteneciente a ese colectivo que puede votar tanto al PP como al PSOE: “El PP pierde con los obispos los votos que gana con el Estatuto”. Discrepo, por tanto, de aquellos que consideran que la manifestación del pasado día 30 en Madrid constituyó un acto electoral de esta formación política. Aun en el caso de que lo hayan pretendido, el resultado habría sido precisamente el contrario.

Es posible que parte del Partido Popular estuviese detrás de la manifestación de Madrid, pero se equivoca. Los obispos y la COPE lo único que hacen es quitarle votos a esta formación política, al igual que al PSOE se los quitan los exabruptos de Ibarretxe y Montilla. No es extraño, por tanto, que algunos votantes se encuentren totalmente desorientados, sin saber por quién votar, ya que no están dispuestos a salir de Málaga para entrar en Malagón. Lo preocupante de la presente situación es que han surgido con fuerza los espectros del pasado, que condujeron nuestro país a los mayores desastres: por una parte, el nacionalismo separatista, y por otra, el nacional catolicismo.

El acto del pasado día 30 representa el punto álgido de un proceso involucionista de la Iglesia española. En los últimos años del franquismo y en los primeros de la Transición parecía que estaba dispuesta a asumir el papel que le correspondía en una sociedad moderna, alejándose del poder temporal y proclamando la autonomía e independencia mutuas. Pero lo cierto es que esta postura emanaba más bien de los fieles de base y de una buena parte del bajo clero que, al rebufo del Concilio Vaticano II, empujaron a la jerarquía a planteamientos de los que no estaba del todo convencida. Bastó que se pasase el fervor antidictadura de primera hora y ascendiese al Vaticano un Papa reaccionario para que la mayoría de los obispos españoles retornasen a la actitud de siempre, resistiéndose a abandonar sus prerrogativas sociales y políticas, en especial la de recurrir al poder político y a las leyes civiles, para imponer en una sociedad cada vez más agnóstica y secularizada en la que no funcionan los motivos religiosos, los esquemas de vida y las costumbres confesionales.

Aquí radica el quid de la cuestión. El PSOE y algunos comentaristas se confunden cuando reprochan a la Iglesia que interfiera en la política. Sin embargo, tiene todo el derecho a hacerlo. En una democracia, cualquier ciudadano goza de la facultad de intervenir en la actividad pública, eso sí, de acuerdo con las reglas del juego político que no son, desde luego, las mismas que las de una confesión teocrática. En política se habla y se decide en nombre de los hombres y no en nombre de Dios. No existen los dogmas, sino la voluntad popular, expresada por las vías habilitadas al respecto. Su objetivo no consiste en alcanzar la Verdad , sino en establecer unas normas de convivencia mínimas que puedan servir para todos, creyentes y no creyentes, católicos y no católicos.

Sería jocoso, si no fuese porque para muchas personas puede tener efectos bastante negativos, escuchar al arzobispo de Valencia afirmar que la cultura laicista que promueve el Gobierno puede conducir a la disolución de la democracia. Porque es que monseñor García-Gasco es representante de una organización profundamente jerarquizada y en la que la democracia brilla por su ausencia, carente de cualquier elección -como no sea la endogámica del Papa por los cardenales- y de cualquier tipo de diálogo. Todo, absolutamente todo, se determina jerárquica y dogmáticamente. Muchos fieles y sacerdotes al escucharle habrán pensado que ya les gustaría a ellos tener en la Iglesia algún tipo de democracia.

Pero, con todo, la gravedad no radica en cómo sea la estructura interna de la Iglesia. Mientras el problema se mantenga dentro de los muros de la institución, allá los que la acepten. El peligro surge, y esa parece ser la pretensión de algunos obispos, cuando estos esquemas de comportamiento totalmente desfasados se intentan imponer a toda la sociedad mediante la coacción de las leyes civiles. La Iglesia , al menos la española, parece no haber asumido ni siquiera la revolución liberal, y continúa anclada en planteamientos teocráticos medievales.

Lo que es inadmisible de la postura de los obispos españoles, por otra parte en absoluto nueva, es el intento de convertir un código moral que debería ser aceptado voluntariamente por los seguidores de una confesión religiosa en leyes civiles impuestas coactivamente por el poder político. Católicos a la fuerza. Cuando el cardenal arzobispo de Madrid afirma que la ley de matrimonios homosexuales o la del divorcio representan un retroceso en los derechos humanos no puede por menos que producir hilaridad.

La jerarquía católica se sitúa fuera de la Historia , en el inmovilismo dogmático, desconociendo o queriendo desconocer, la evolución que a lo largo del tiempo han tenido las estructuras sociales. No hay que ser experto en Antropología (basta con leer la Biblia) para percatarse de las muy diversas formas y modos que ha adoptado en las múltiples culturas y épocas la institución familiar. La pluralidad es tal que cuesta encontrar elementos que hayan permanecido constantes en todas ellas. Ni siquiera el concepto de familia cristiana se ha mantenido uniforme a lo largo del tiempo. De cualquier modo, allá la Iglesia si quiere condenar al celibato a los homosexuales creyentes, y allá ellos si están dispuestos a hacerla caso. Allá si prohíbe el divorcio a sus miembros y estos lo aceptan… O es que, acaso, ni unos lo aceptan ni los otros les hacen caso. ¿No estará ahí el verdadero problema? ¿No será que cada vez son menos los católicos que están dispuestos a practicar voluntariamente los preceptos morales de la Iglesia y esta necesita implantarlos coactivamente mediante leyes civiles?

Las doctrinas autocráticas y dogmáticas se caracterizan, entre otras cosas, por escudarse tras supuestos derechos de entelequias colectivas a los que terminan sacrificando los derechos individuales. Los nacionalismos juran defender los derechos territoriales o de hipotéticos colectivos etnológicos; el nacional catolicismo episcopal, los derechos de la familia cristiana y española. ¿Pero es que a alguien se le obliga a divorciarse? ¿Es que a los homosexuales se les obliga a casarse? La contradicción llega al sinsentido de que los obispos se encabriten porque el matrimonio civil sea disoluble, cuando según su doctrina constituye un mero amancebamiento. ¿No será quizás que lo que pretenden es que todos acepten el matrimonio canónico, y se castigue con la cárcel, como en tiempos del franquismo, el adulterio? Siempre claro está que el adulterio lo hubiese cometido una mujer, porque en el caso del hombre hasta estaba bien visto.

El error del poder político ha consistido en pensar que al sectarismo dogmático se le puede refrenar con concesiones. Las concesiones a los nacionalismos lo único que han conseguido es exacerbarlos y potenciarlos; las concesiones a los obispos han servido solo para que se crezcan y cuenten con más medios e instrumentos en su ofensiva contra la democracia. Es hora de terminar con todos los privilegios y ya que no somos capaces de llevar a cabo ninguna revolución social, asumamos al menos la liberal que la mayoría de los Estados europeos emprendieron hace muchos años, una sociedad de ciudadanos iguales, sin discriminaciones ni territoriales ni confesionales.